El 26 de septiembre de 1983 fue el día más importante de la vida del teniente coronel Stanislav Petrov, un científico militar soviético de la Serpukhov-15. El centro de detección de misiles cerca de Moscú. También fue el día en la que nuestro planeta estuvo muy cerca del holocausto nuclear.

Acababa de pasar la media noche cuando en el centro de mando, en la pantalla del sistema que controlaba las zonas de lanzamiento de misiles de los Estados Unidos se encendió la alarma: aparentemente un misil se había lanzado en las llanuras de North Dakota. Su trayectoria posiblemente apuntaba a un objetivo en la Unión Soviética. Ya en la fase alerta máxima, los 200 expertos a sus órdenes esperaban en la sala de operaciones. Inicialmente Petrov comunicó al alto mando una posible incidencia técnica del sistema. Segundos después, aparecieron en la pantalla cuatro señales más. ¿Podría ser un ataque masivo de los americanos?

Según el ordenador, esta posibilidad tenía un 100% a su favor. En 10 minutos los radares de superficie rusos estarían en posición de poder confirmarlo. Pero en 12 minutos los misiles enemigos podrían comenzar a caer sobre sus primeros objetivos soviéticos. Y el alto mando ruso necesitaría como mínimo esos 12 minutos para poner en marcha un contraataque contra los Estados Unidos. Petrov confirmó de nuevo un problema técnico dentro del sistema. Decidió esperar durante los 15 minutos más aterradores de su vida. Su apuesta había sido correcta. El mismo sistema canceló la alarma. Aparentemente los satélites rusos OKO que controlaban esa zona de Dakota del Norte habían confundido los rayos solares reflejados en un campo de nubes sobre la base de lanzamiento norteamericana con las estelas de varios misiles atacantes.

Stanislav Petrov no lo supo entonces. Pero acababa de salvar a la humanidad. Gracias a su convicción como científico de que el cerebro y la intuición humana podían ver más lejos que toda aquella sofisticada maquinaria a su disposición. De todas formas, el feliz resultado final de su decisión no fue del agrado de sus superiores. En realidad aquel complejo sistema de detección en el que se habían gastado billones de rublos había fallado. Y en la Unión Soviética los subordinados no debían ni podían ser más listos que sus jefes. Petrov fue amonestado por no rellenar debidamente los formularios correspondientes a las incidencias de esa noche. Y nadie en las alturas del poder jamás le dio las gracias.

Petrov dejó el ejército unos meses después. Sus compañeros de trabajo, los que habían compartido con él aquella noche de pesadilla, lo sintieron. Hicieron una colecta y le regalaron un televisor. Para Petrov esa generosidad de sus compañeros fue más importante que cualquier condecoración. Regresó a la vida civil en la que su ocupación principal sería cuidar a su mujer en su modestísimo pisito. Ella estaba gravemente enferma de cáncer. Después de la implosión de la antigua Unión Soviética Petrov fue invitado por las Naciones Unidos y varios países de Occidente para recibir un muy merecido y algo tardío homenaje de gratitud. Años después, el 19 de mayo de 2017, viudo y con 77 años, Stanislav Petrov, aquel héroe tranquilo, finalmente abandonó el mundo al que había salvado.