Un monolito negro en las planicies de África. En la órbita de Júpiter sin gravedad la réplica de su misterio. En medio, un hueso cavernícola lanzado con violencia al aire. Del mono al astronauta frente a una pantalla de cine en la que sucede la música y quince minutos de magia: Así habló Zaratustra de Richard Strauss. La obertura de una película que cumple 50 años de un final cuyo debate continúa vivo en la memoria, silbando de fondo Daisy Bell con síntesis de voz de computadora. Si no ha escuchado cantar a HAL 9000, corra usted a ver Odisea espacial 2001 de Stanley Kubrick. Sus preguntas siguen abiertas desde el 4 de abril de 1968 cuando los espectadores se quedaron flotando en silencio con la canción de cuna del Adagio de la Suite Gayaneh de Aram Kachaturian. ¿Qué son los monolitos negros? ¿Por qué se rebela el ordenador HAL 9000? ¿Por qué el astronauta Bowman se transforma en feto? ¿Qué es la extraña habitación del hotel que aparece al final? El sentido del misterio es la única emoción que se experimenta con más fuerza en el arte que en la vida. Lo dijo Kubrick, el creador de esos interrogantes y del puzle de una fantástica película que no envejece. El poder de su narración no verbal, su enigmático significado, el ritmo graduado de la historia, el sentido protagonista de la música como lenguaje y piel continúan retando nuestra inteligencia y nuestra imaginación.

Tuve una juventud Kubrick apasionada -igual que aquel joven fotógrafo que en julio de este año hubiese cumplido 90 años- por el jazz, el boxeo, el simbolismo, el ajedrez, Kafka, el anti belicismo, la fotografía en blanco y negro con la que retratar la psicología del hombre solitario. También tuve, en esa etapa de la vida como iniciación, un amor que me condujo a Ingmar Bergman, Akira Kurosawa y a Mario Benedetti. Ninguno de ellos me enseñó a escrutar y a narrar con la mirada como Kublrick con su adaptación espacial de la novela de Arthur C. Clarke, y con la Naranja mecánica que escribió Anthony Burguess. La película que me prohibió ver mi padre y que vi a escondidas en el mismo cine de Arte y ensayo, ensimismado en la tensión entre ser descubierto sin edad, la necesidad de huir y el morbo de seguir viendo, ignorando que el hombre de delante y que se daría la vuelta para ponerse el abrigo, frente a la penumbra de los créditos, iba a ser él y, en tres segundos, su guantazo.

Más tarde y en tiempos emocionales diferentes, he vuelto a abrir los ojos a la escena de sexo entre la nieve, también a viajar a bordo de la Discovery. Con la primera no he perdido el placer de danzar el deseo a pas de deux , y con la segunda vuelven a entrarme ganas de interrogar a Kubrick sobre su simbología. De conocer a fondo al director que exploró el uso del rojo en sus películas; la perspectiva frontal; el primer plano; la excelencia visual; el existencialismo de sus personajes. No hay ninguno de sus héroes que no sea inmortal en mi memoria. El ladrón Johnny Clay encarnado por Sterling Hayden en Atraco perfecto; el rebelde gladiador Espartaco, inmenso y épico Kirk Douglas tres años después de ser el coronel Dax en la imprescindible crítica moral sobre la guerra que es Senderos de Gloria; el oportunista Barry Lindon con Ryan O´Neal seduciendo a la bella Marisa Berenson; el obsesivo y perverso Humbert Humbert encarnado por James Mason en Lolita; el terrorífico Jack Torrance del histriónico Jack Nicholson en El Resplandor; el corresponsal de guerra Joker Davis al que le da vida Mathew Modine en La Chaqueta Metálica, o el soberbio Peter Sellers en sus tres personajes de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Imposible olvidarme del inquietante Alex Delarge con malicia azul de Malcolm McDowell en La naranja mecánica y el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven como música de fondo.

No sólo fue Kubrick un director de antihéroes a los que les enmarcaba las emociones y su sombra fatídica. En cada una de sus películas buscó una decisiva innovación técnica y plástica. Contar a través de cuadros de época y acciones a la luz de las velas como hizo con Barry Lindon; convertir la arquitectura del espacio en una metáfora del pánico y la persecución en El Resplandor; jugar con nuevas lentes y sistemas de filmación o experimentales efectos espaciales con los que llevó la ciencia ficción a una exploración de aspectos filosóficos del ser humano. Igual que en otras indagó en la sociología, en los abismos de la naturaleza humana, en el sin sentido de la guerra o en la oscuridad de nuestros deseos más oscuros y la concepción del amor físico y emocional, como hizo con Tom Cruise y Nicole Kidman en Eyes Wilde shut. Una filmografía maestra que indagó en los hombres y mujeres que somos, en lo que representamos y aquello que ocultamos, en nuestra metamorfosis desde el origen hacia el futuro que desconocemos. Cada una de ellas es una compleja radiografía que nos desnuda sin coartadas y nos explica a lo largo del tiempo, de nuestros conocimientos, instintos e incertidumbres desde el relato El centinela convertido en un guión que contó con el asesoramiento de Carl Sagan, ingenieros de la NASA e importantes cargos de IBM.

Sólo un Óscar a los efectos especiales consiguió su distopía derrotada por el musical Oliver de Carol Reed basada en la novela de Dickens. Una paradoja en aquel 1968 de la imaginación al poder, que nunca se consiguió hacer realidad. Curiosamente la historia sobre el huérfano y el retrato social de la pobreza y la picaresca, sigue triunfando por su vigencia en este presente de mentiras con másteres, de precariedad, orfandad ética y carencia de exigencias. Nunca sabremos si hubiese retratado nuestra actualidad desde su lúcida manera de pensar, como dice Gilles Deleuze, con imágenes-movimiento y con imágenes-tiempo en lugar de conceptos, y separando el rostro de la máscara o, según el escritor Nicolás Cabral, el hombre del Hombre.

Stanley Kubrick, subversivo, meticuloso y hermético es un fascinante enigma en sí mismo. Ni siquiera el excelente documental Una vida a través del cine de Jan Harlan consiguió separar su vida de su leyenda - incluyendo la que afirmaba que bajo las órdenes de Richard Nixon dirigió la proyección del recorrido de Neil Armstrong en la luna- . Su mirada fría e impertinente de su mirada profundamente humana, inmortalizada en sus fotografías de un joven y feliz Montgomery Clift y en cada una de las películas en las que se reinventó a sí mismo y el cine. Pero sin la modernidad de su genial filmografía no se entiende a Scorsese, a Spielberg, a Ridley Scott o a Christopher Nolan. Deudores como miradas narrativas, lo mismo que las nuestras de espectadores, de la historia del cavernícola que se convierte en el astronauta Dave Bowman y termina modificándose a su muerte en el Niño de las Estrellas, liberado de lo físico y visitador de la Tierra, mirando de frente a los de hace 50 años, y también a los de hoy y a los de mañana.

No ha evolucionado mucho el cine desde entonces. Incluso tiene más grasa, demasiado déjà vu y escaso de solvente bagaje. Tampoco nosotros después del ataque químico a los niños en Guta y la inmoralidad de convertir a los civiles en campos de batalla de la guerra fría resucitada en tensión y espíritu en Siria. Continuamos siendo ese primate agresivo que golpea con furia el cráneo de un enemigo por un charco de agua. Tal vez terminemos, como el astronauta de Odisea espacial 2001, dentro de la jaula de un zoológico alienígena pensando que estamos en un hotel de lujo en las estrellas.

El tiempo es un oráculo, un enigma, el viaje a través del cual el hombre nace y se transforma en polvo. A no ser que al igual que Kubrick termine siendo, por su talento, el nombre de un monte en la luna de Caronte. Un monolito negro del que volver a nacer. Igual que un ángel recién salido de una lavandería o una nueva forma de vida.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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