Subiendo por la senda cubierta de una gran capa de nieve, por la ladera arbolada, identifico los siguientes sonidos: el fru-fru regular de la fibra de los pantalones, que marca el ritmo; el roce en la nieve, al entrar y salir de ella la roseta del bastón; el sordo quejido en dos tiempos de las botas al apisonarla; la crepitación, como de chimenea, de la nieve que sueltan las ramas de los árboles, jalonada del barramb seco de algunos derrumbes; el sonido de fuelle de la respiración, entreverado de algún carraspeo; más al fondo del pecho, el golpear de los latidos; fuera otra vez, el canto de un solitario carbonero garrapinos, y algo después el aleteo (flap, flap) de una corneja, con un graznido de saludo. No logro descubrir un hilo sinfónico en todo ello (ha de haberlo, me digo), hasta que doy con el basso continuo del silencio, que a la vez (otro modo de verlo) pone el papel pautado.