Desde el momento en que el artista dejó de aspirar a la belleza en el más puro y estricto sentido, el arte ha cambiado su rumbo al negarse a bendecir la existencia humana con algo parecido a la redención. Flota como un ángel por encima del mundo que lo contempla, no rehúye el espectáculo deprimente de la vida y la decadencia, sino que actúa desde hace mucho tiempo como un motor transgresor capaz de retratar la fealdad de las cosas. Del fracaso estético se pueden extraer muchas y variadas conclusiones. Mayo del 68 y todo lo que movió a su alrededor resultó ser un punto de inflexión de esa revolución transgresora: el estallido cultural y político que nació de un nuevo modo de ver la vida. Pronto se cumplirán 50 años del que fue último movimiento revolucionario. No cabe abrigar esperanza de que pueda repetirse algo parecido. La revolución se vende ahora de otra manera y su máscara es el populismo, como dice Gabriel Albiac que ha escrito un libro crepuscular sobre aquellos días que marcaron en el futuro, aunque no lo suficiente, la cotidianidad del gesto político en las sociedades avanzadas. Resulta incomparable su fotogenia: para comprobarlo sólo hay que fijarse, por un lado, en la plástica callejera del choque parisino del 3 de mayo, y, por otro, en las protestas de nuestros días, en que los manifestantes se dedican a fotografiar con sus teléfonos a las fuerzas represoras. Mayo del 68 supuso también dejar en evidencia a la CGT, el entonces todopoderoso sindicato francés vinculado al Partido Comunista, cuyos servicios del orden se dedicaban a sacudir a los propios manifestantes. Hoy como ayer, el sindicalismo sigue protagonizando miseria, deterioro intelectual y fracaso estético. Por ejemplo: en Barcelona, CCOO y UGT, las dos grandes centrales, se pusieron al frente de una manifestación en favor de la liberación de los dirigentes golpistas catalanes y de la idea supremacista que guía al independentismo.