Me gustan los programas de talentos. Trozos de televisión que valoran los dones que ciertas personas recibieron en su día y supieron multiplicar con tesón para darle un sentido a su vida, que muestran a gente que, en medio de un mundo trivial e intrascendente, siguieron sus instintos y vocaciones para dejar huella al compartir con los demás lo que mejor saben hacer. Esos shows no sólo son entretenidos por lo opíparo de su contenido, sino por conseguir enfrentarme a mis propios fantasmas al preguntarme qué he hecho con mi vida, porque todos, quien más, quien menos, tenemos una virtud oculta, un deseo escondido que las obligaciones, la educación, el miedo o la vergüenza nunca nos permitieron disfrutar.

Quién no vive una existencia automatizada añorando disfrutar del tiempo y la edad suficientes para entregarse a lo que realmente le hace feliz. La pena es esa, mutilar una pasión hasta los 65 años. Vidas desperdiciadas. Por eso me gustan los concursantes de estos programas, porque vencen los condicionantes y el qué dirán compaginando trabajos y sueños, dando sentido a la parábola, y lo que es mejor, sabiendo que mañana no tendrán que tirar de excusas cuando les toque rendir cuentas. Qué hiciste con los talentos que te di.

Este año he seguido la última edición de Got Talent, programa que demuestra que hasta Mediaset, como los relojes rotos, acierta dos veces al día. El ganador ha sido César Brandon, un estudiante de Guinea Ecuatorial que verso a verso se ha ganado el favor de crítica y público con su rima descarnada, llegando a convertir su hasta entonces inédito libro de poemas en el más vendido de Amazon o La casa del libro.

Más allá del lacrimógeno y sensiblero revestimiento de sueño americano, lo indiscutible es que la poesía de este chico ha evidenciado que los televidentes no son imbéciles, que el mundo aún tiene esperanza y que un género literario tiene cabida en horario de máxima audiencia. Estamos lejos de poner las cosas en su sitio y que el mérito sea recompensado, pues un poeta genial gana 25.000 euros por derrochar talento y creatividad, por hacer volar los sentidos, mientras que una pedorra de saldo o un lerdo de photocall obtienen 300.000 euros por convivir en una isla rodeados de otros que compiten en inteligencia y educación. Lo de Brandon es un pequeño paso para la tele, un gran paso para la honestidad.

Con esto no digo que vuelva La Clave de Balbín o aquellas tediosas sesiones de Garci y compañía, pero sí reclamo que la normalidad tenga acceso a programas culturales que despierten curiosidad desde un formato innovador, para que, quien más, quien menos, se reconcilie con aquella pasión de su vida que dejó olvidada en algún instante entre la niñez y la vejez. De hecho no entiendo el secreto del éxito de Bertín Osborne, el peor entrevistador que la televisión haya conocido, más allá de la tranquilidad y el sosiego que transmiten dos personas hablando. Estás reventado de trabajar, se te ha roto el coche, comes mal y tarde, llegaste tarde a recoger a los niños y lo único que quieres es llegar a casa, ponerte cómodo, aplastarte en el sofá y dejar la mente en modo off, o lo que es lo mismo, oír de fondo a algún personaje interesante charlando sobre aspectos desconocidos de su biografía hasta que te venza el sueño. Sin griteríos, sin alharacas, sin estridencias.

Limpien sus pinceles, afinen sus guitarras, encuerden sus raquetas, afilen sus lápices, desempolven sus mallas, hinchen sus balones, calibren sus microscopios, en definitiva, concédanse la posibilidad de parecerse a lo que desearon siendo niños, porque ese ha sido el gran éxito de César Brandon, creer en sí mimo y brillar con luz propia en un ambiente oscuro, ensordecedor. Solo, con su rima inteligente, puso en pie al auditorio. Solo, invocando un alma asonante de acento africano, venció al ruido. Solo, con su voz calmada, nos obligó a preguntarnos cómo llevamos aquello de querer ser mayores para hacer lo que de verdad queramos.

Ya lo dijo John Lennon, la vida es eso que sucede mientras estamos ocupados haciendo otros planes.