La violencia es un concepto con demasiada acción y nada de reflexión. Un impulso salvaje de un atávico comportamiento humano que anula miles de años de evolución. Permítanme que les diga que, en ese aspecto, hemos avanzado muy poco desde la época de los neandertales.

El gesto pétreo, la mirada llameante, la saliva, vértices en las mandíbulas, encías como mangos de puñales, puños de cuadrilátero, músculos inflamados. Todo el cuerpo encorvado hacia la prehistoria. El homo sapiens. Se me antoja que la ira es una perfecta máquina del tiempo. El único problema es que nos conduce invariablemente a la edad de piedra.

La violencia se ha convertido en la epidemia de las naciones. El germen de una catástrofe. Poco aprendimos del bienestar de aquellos primeros años de 1900 en el que Europa parecía hastiada de tantos años en paz. El terror acechaba en las vísceras pugnando por salir a devorar la economía, la cultura, el arte, la ciencia, la razón. Los seres humanos no estábamos dispuestos a renunciar a nuestra raíz salvaje, y así le pusimos un broche cruento al siglo XX que aún se desangra por las heridas de Siria, Palestina, Irak, Birmania y tantos otros países donde seguimos almacenando semillas de odio para futuras generaciones.

Un avezado paleontólogo encontraría en la brutalidad de algunos individuos una sima inagotable, sobre todo si excava en las páginas nacionales e internacionales de los diarios recientes. Maltratadores, asesinos de mujeres, asesinos de niños, esbirros de narcotraficantes que se retan a hoja de cuchillo por el Raval de Barcelona, atracadores de guante boxístico que se prueban con ancianas, y para finalizar, la violencia también ha fichado por el deporte rey.

Los clubes de fútbol y las autoridades deportivas contemplan con indiferencia cómo se traslada el espectáculo del césped a las gradas. Camorristas sin patria -porque todos forman parte del ejército de los imbéciles-, han cambiado la rima por la grosería, los cánticos por las bengalas, la ola por el puño en alto, la camiseta por el pasamontañas. Reclaman el protagonismo usurpando el espectáculo del balompié por el de sus reyertas, haciendo gala de su única virtud, aporrear en masa. Hinchas de fútbol reconvertidos en guerreros mongoles que cabalgan a lomos de la estupidez.

Tanto han involucionado estas bandas que han decidido prescindir del partido de fútbol y pasar directamente a la acción. Emulando a Tyler Durden en El Club de la Lucha (magnífica novela de Chuck Palahniuk), estos descendientes del australopithecus han puesto de moda las quedadas entre grupos ultras para pegarse. Asusta ver a adultos y adultas -porque también hay cuadrillas de mujeres-, desatando una rabia almacenada, desprovista de causa, por el puro placer de machacar a golpes a otro.

La violencia se alimenta de mentira e ignorancia, oportunos capitanes de esta escuadra de fanáticos. Tácticas que bien manejan los presidentes de algunos clubes que los defienden, que incluso los arengan. O esos otros, tan culpables como aquellos, que restan importancia, que miran hacia el otro lado del campo. Desconocen que la violencia no siempre juega como local. No responde a jerarquías cuando se hace adulta, no respeta leyes ni condenas. No tiene piedad, ni siquiera con sus progenitores. La historia está plagada de asesinos asesinados, pero así mismo, en las bandas del terreno de juego, también se agolpan víctimas inocentes.

Parafraseando a Einstein, desconozco qué pasará en el Mundial de Rusia, pero si no ponemos remedio, en el siguiente campeonato cambiaremos el balón por las piedras.