Un judío alemán llamado Arthur Ruppin ideó la política de hechos consumados que con el apoyo del Gobierno hoy continúa la extrema derecha israelí con sus asentamientos ilegales en los territorios ocupados.

El Estado judío, tal y como lo conocemos hoy, tiene que ver más en la práctica con la labor del mucho menos conocido Ruppin que con el austriaco Theodor Herzl, quien falleció casi medio siglo antes de su fundación.

Si Herzl sentó las bases intelectuales del Estado judío, Ruppin se encargó de investigar sobre el terreno, en nombre de la recién fundada Organización Sionista, si Palestina podía convertirse en la nueva patria de los judíos de la diáspora.

Todavía joven, con 31 años, llegó Ruppin al puerto de de Jafa, en el verano de 1907, y durante seis meses se dedicó a recorrer Palestina, entonces parte del imperio otomano y que se extendía hasta Persia (1).

Aquél se dio inmediatamente cuenta de que esa parte del imperio, por aquella época un pozo de miseria, no le importaba demasiado al sultán, lo que facilitó enormemente su tarea colonizadora.

Al año siguiente de su matrimonio, Ruppin se estableció con su mujer en Jaffa, donde levantaron una casa y donde abriría la primera sucursal en esa parte del mundo de la Organización sionista.

Jurista de profesión, Ruppin comprendió que para que un Estado pudiera existir, eran necesarias tres cosas: un pueblo, una tierra y el monopolio de la violencia.

Y se puso manos a la obra, pensando en los entonces once millones de judíos dispersos por el mundo, de los que siete millones vivían en Europa oriental y otros dos millones, en la occidental.

Ocurría, sin embargo, que Palestina no era una tierra sin gente, sino que allí vivían desde siglos antes familias palestinas, que en muchos casos tenían derecho de propiedad sobre sus tierras, pero ello no disuadió a Ruppin.

A partir de un terreno de seis kilómetros cuadrados al Sur del lago de Genesaret que habían comprado sin verlo antes algunos sionistas, Ruppin y sus socios se dedicaron a plantar cultivos y a fundar aldeas.

Con créditos llegados de fuera, crearon las primeras instituciones de enseñanza, entre ellas un liceo hebreo, en lo que con el tiempo iba a convertirse en Tel-Aviv, la moderna ciudad hoy capital del Estado judío.

Ruppin y sus colaboradores trabajaron calladamente para no llamar demasiado la atención de las autoridades otomanas, a las que no gustaba el sionismo, y empezaron a comprarles tierras a los árabes para revenderlas o luego alquilarlas a los judíos recién que iban llegando.

Cuando en 1918, al final de la Gran Guerra, cayó el imperio otomano y fue sustituido en esa región del mundo por el británico, Ruppin tuvo la suerte de contar en Londres con un amigo, Chaim Weizmann, bien conectado con el Gobierno de Su Majestad.

Weizmann y Ruppin se aplicaron entonces a la tarea de fundar la Oficina Palestina, una autoridad con cien colaboradores, a imagen y semejanza de la administración británica, que en la práctica funcionó como el primer Gobierno sionista.

Cuando en los años treinta comenzó la cruel persecución nazi de los judíos europeos, muchos de ellos, sobre todo los de clase media, lograron establecerse en Tel Aviv, que creció rápidamente.

Y si al principio de la administración británica de Palestina, los judíos representaban sólo un décimo de la población local, treinta años más tarde llegaban ya al tercio del total de habitantes.

Los árabes no se quedaron de brazos cruzados ante esa invasión hebrea, sino que comenzaron a atacar a quienes se estaban quedando con las que habían sido sus tierras seculares y llegaron incluso a protagonizar una gran revuelta nacional en 1936.

Acabaron los británicos cediendo a las presiones árabes para que no dejasen entrar a más judíos, pero los sionistas recurrieron entonces a tácticas clandestinas e incluso al terrorismo para conseguir sus objetivos.

Así se llegó al sangriento atentado cometido en 1946 por sionistas judíos contra el hotel Rey David, de Jerusalén, donde estaba el cuartel general del Ejército y el Gobierno civil británicos. Acción terrorista que costó la vida a 91 personas.

Hartos de la violencia, los británicos abandonaron dos años más tarde el territorio, dejando a los sionistas los principales servicios como el agua, la radio, la oficina de estadísticas o de planificación urbana mientras los palestinos se quedaban prácticamente sin nada.

Se produjo entonces la tragedia de 1948, cuando en lo que hoy el historiador israelí Ilan Pappé ha calificado de operación de «limpieza étnica que está en el DNA de esa sociedad», Israel expulsó de sus tierras a 750.000 palestinos, la mitad de la población, y destruyó más de quinientos pueblos doce ciudades.

El método de hechos consumados que con tanto éxito inició Ruppin tiene ahora su continuador en Pinchas Wallerstein, judío ultraortodoxo que, apelando a la Biblia, sigue expulsando a palestinos para crear una colonia tras otra en los territorios ocupados.

Si los británicos dejaron hacer a Ruppin sin llegar a apoyarle directamente, Wallerstein goza ahora del apoyo del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, que incluso le nombró el año pasado jefe de la Comisión de Asentamientos.

Su cometido es continuar esa política de hechos consumados, legalizando las colonias que los ultraortodoxos levantan, una tras otra, en la Cisjordania y haciendo cada vez más difícil, por no decir imposible, la creación de un Estado palestino independiente.

(1) Los datos para la elaboración de este artículo están sacados de un

largo reportaje dedicado a Ruppin por el semanario alemán Die Zeit.