¿Cómo reconocer la casa de un guiri en una tarde de terral sofocante? Porque tiene las persianas arriba y las ventanas abiertas. La adaptación al medio ha proporcionado recetas a las distintas arquitecturas vernáculas en función de la pluviosidad, las corrientes de aire o la incidencia de la radiación solar, con el fin de proporcionar bienestar térmico a sus moradores: longitud de alero, inclinación de la cubierta, tamaño y orientación de los huecos de la fachada, etc. En climas como el nuestro, donde la luz estival es cegadora, resultan imprescindibles mecanismos para la creación de sombra, sobre todo en los lugares más expuestos. La arquitectura islámica alcanzó un refinamiento magistral al proporcionar frescor cuando el calor aprieta; otra cosa es que esos dispositivos de control lumínico hayan degenerado en nuestra humilde persiana de plástico. En latitudes septentrionales, donde las horas de sol al año son pocas, la luz ambiental es mortecina y llega reflejada en cielos encapotados, la cuestión se invierte: los nórdicos buscan tener claridad en casa a toda costa. Ya se sabe que para un beduino el paraíso tiene forma de oasis, mientras que para un vikingo es un claro en el bosque.

Pero hete aquí que hace pocos días aparecía otra explicación en una conocida revista de difusión nacional: nuestro uso de la persiana obedece a razones morales. Según el que probablemente es el artículo más prescindible del año, los españoles tenemos una «obsesión por las persianas» debido a la ética católica y su implícita preocupación por el qué dirán. Seguidamente, una amable asesora inmobiliaria de origen holandés nos invita a prescindir de las persianas a la manera calvinista «para vender antes las casas» ya que quedan mejor en las fotos. Le faltó pedir que fuésemos a la playa sin protección solar.