La memoria avanza lenta mientras las manos ya no pueden recordar cómo cogían las cosas, cómo acariciaban, de qué forma palpaban la carne del ser amado o sentían el relente de la primavera, en esas tardes largas en las que, aún cuando no ha despuntado la noche, el fresquito casi veraniego anticipa veladas de risas y espetos en la playa más próxima. Primero empezó olvidando cosas obvias: las llaves, las gafas, dónde está el salero o la manta, pero ahora ya comienza a olvidar quiénes son los que la rodean, los suyos. No recordar un nombre es una afrenta gravísima para ella misma, porque si algo tuvo ella fue memoria. Del pueblo, de su infancia en un pequeño municipio del Valle del Guadalhorce, de cuando se casó y se llevaba mal con la suegra, de eso sí se acuerda. Lo sé porque me lo cuenta una y otra vez y yo sonrío eternamente buscando atenuar su culpa y malestar cuando comprende, puntualmente, que esas historias ya han salido tantas veces de su boca superados los ochenta años que se siente un incordio. A veces pregunta y me confunde con otro, con un familiar, por ejemplo. Confunde los nombres de las mujeres de nuestra vida y, en ese no saber, en ese suspiro eterno que supone darte cuenta de que quien eras está dejando de ser, engarza una historia tras otra de una niñez difícil, en plena posguerra, y de años de dictadura que la sumieron a ella y a los suyos en una dura pelea por la vida que hoy pocos superaríamos de volver a presentarse en nuestra existencia un trance como aquel del 36, en el que nos matamos unos a otros con la complicidad de media Europa y la ignorancia deliberada de la otra. No olvida tampoco a su marido. Fueron años junto a él. Él ya partió. Fue hace unos años, un tiempo duro para todos. Pero ella decidió seguir viviendo, aunque las lagunas de memoria ya la llevaban a maltraer y sólo el cariño de una familia la sostenía en su titánica lucha contra el Parkinson que se lo llevó a él y el borrado constante de las huellas de su propio deambular vital. No es algo que nos haya afectado sólo a nosotros, claro. Pasa mucho, tal vez demasiado. Debe ser muy complicado observarse, saberse carcomido por algo que te hace consciente de que, en breve, sólo serás un recuerdo, como esas esculturas de verano en las orillas de nuestras playas. Alguna vez fue feliz. Supongo. No se lo he preguntado, pero cuando era niño la vi sonreír con pasión pese a todo. Reía al mirarnos, como él, que ya tampoco está. Aun adultos, nos daba una vuelta desde su casa, una costumbre que a mí me enternecía. Aún la recuerdo llena de vida gobernando una casa a la que el tiempo y la sociedad la habían confinado, como a tantas y tantas mujeres, en esos años de hierro que sólo beneficiaron a las clases privilegiadas, muchos de cuyos miembros pasaron los días y las noches en Tánger a la espera del final de la contienda y luego se arracimaron en el lado Este del río. Me pregunto cómo se puede tener la indecencia de dejar morir la Ley de Dependencia, cómo puede uno levantarse cada día y mirarse a la cara y luego firmar un decreto para reducir las ayudas a esas familias que tanto lo necesitan y seguir diciendo que trabajas por la gente, y que tus borregos te aplaudan con ganas y ánimo. En todo eso pensaba ayer, ahora que todavía puedo recordar.