Hoy se cumplen 299 años de la publicación de Robinson Crusoe, la famosa novela de Daniel Defoe. Mucho ojo y no confundir con su primo, el actor Willem Dafoe. Usted se preguntará por qué no he esperado al año que viene para celebrar esta efeméride literaria y así redondear los tres siglos exactos. Pues muy fácil, no se me ocurre otro tema y, además, así me adelanto a los miles de columnistas que dentro de un año estarán machacando Wikipedia para sacar este asunto a colación. Qué me gusta esa expresión, sacar a colación. A dónde, a colación. Sacar a la palestra, sacar a relucir. Me pregunto si se puede sonsacar a colación. Seguro que la Guardia Civil sí puede.

El libro en sí es entretenido, aunque sin llegar al trepidante nivel de La isla del tesoro. De hecho es una mezcla entre Supervivientes, de Tele5, y Náufrago, de Tom Hanks. Imaginen glosar en seiscientas páginas los 28 años de abandono de un marinero británico. 28 años al solano sin sangría ni aftersun. Un infierno. Me levanto, pesco, almuerzo, me echo una siesta, me despierto, recojo agua, doy un paseo, ceno, me acuesto. Como un funcionario de baja, pero sin cobertura en el móvil. Y así día tras día, más aburrido que Spiderman en un descampado. Menos mal que la novela recobra interés cuando Robinson rescata a un aborigen con el que no se entiende, así que no puede contarle chistes de humor inglés ni aquello del Brexit, pero congenian a pesar de todo y montan un crowdfunding para escapar de la isla. Si el náufrago hubiera sido español el final sería distinto: el aborigen matado a trabajar, palmera para arriba, cocotero para abajo. Y el paisano de pié, liberado sindicalmente. Opinando, indicando, corrigendo. La quilla de esa balsa de bambú no está recta, diría el maromo con orgullo patrio masticando un palillo. Jamás hubiera vuelto a la civilización, habría recalificado los terrenos y proyectado un complejo de esos de todo incluido para darle el pase. Crusoe & Viernes Spa-Resort, pelotazo asegurado.

Esta historia de épica personal, de la lucha por mantener la cordura, de la pugna por conservar los valores a pesar del salvajismo reinante es tan universal como intemporal. Según un estudio realizado ad hoc, el 25% de la población española vive sola y más de la mitad ha experimentado este sentimiento en el último año. Una cuarta parte desayuna y duerme sola. Un drama cuyo frustrante efecto se multiplica si el aislamiento se refiere a personas dependientes o ancianas. Nadie con quien hablar, nadie con quien compartir, nadie con quien respirar. Si ya es difícil afrontar la vida con el apoyo de la familia, imagine lo que es sobrellevar una enfermedad, un accidente o un malestar absolutamente solo. Sin ayuda ni consejo, sin compañía ni consuelo. Olvidados como el plástico que tiramos al mar.

La naturaleza humana es así. Una vida de ilusiones, de planes por hacer, de sueños por cumplir. Llega la viudedad, la emancipación de los hijos o la muerte de los amigos y aparece una profunda y silenciosa soledad que vino de repente, sin invitación, para nunca marcharse. Hay quien tiene suerte y rompe su rutina con las risas de los nietos, otros menos afortunados bajan al parque para compartir banco al sol, sin más entretenimiento que esperar a que llegue su hora. Triste pero es así. Lo que va contra natura es sentirse solo con 30 años, bien porque emigraste o porque tu economía es el pasaporte a una isla desierta en medio de la gran ciudad. Pues cada vez hay más, y con peor pronóstico. Confinados en su caverna, entre la hoguera y el muro, sin salida aparente, mirando al mundo por la estrechez de un tragaluz llamado internet, abocados a la esclavitud del sesgo incontrastable.

Pero aún hay una soledad peor, pues no hay desamparo más doloroso que el compartido. Cuántas personas se sienten solas aún viviendo rodeadas de gente, de ruido. Sobran Robinsones y faltan Viernes.

Y yo creía que no tenía nada sobre lo que escribir hoy. A ver si salgo más, que empiezo a sentirme como un candidato socialista a la alcaldía de Madrid.