Como Terencio, yo también soy hombre y nada humano me es ajeno. Comprendo el miedo y el valor, la villanía y el heroísmo, el odio y el amor (que se sustentan, ambos, en la misma lógica). Pero, quizás por ese apego mío a la distancia, a andar siempre fronterizo, un poco lejos de todo, me resulta difícil comprender algunas cosas de este mundo. Será por eso, seguramente, porque desde niño procuré la compañía de mi soledad, porque siempre he sido un surco en divergencia, no entiendo el apego al poder. Siempre me ha fascinado que haya gente dispuesta al mando, a la decisión, a guiar al rebaño hacia los mejores prados. Hay que nacer, supongo, con alma de pastor y no de lobo estepario, pero no llego a entender del todo a aquellos empeñados en morir al pie del cañón, a los que no están dispuestos a apearse, a los insistentes, a los tan ridículamente altaneros que creen ser imprescindibles. Me cansan los que perseveran, los que nos condenan a su sempiterna presencia, los que amenazan con quedarse para siempre y se van solo a empujones.

Son los notables, los que se ponen al frente, los que indican con el índice admonitorio el camino a seguir, los que nos dan a todas horas lecciones de moral, de decencia, de rectitud. Los que nos riñen, nos sancionan, nos dirigen y nos ordenan revestidos siempre de una autoridad que no sabemos muy bien de dónde les nace, quien se la otorga, y que olvidan a las primera de cambio porque ellos también son humanos y ya lo dijo Terencio.

Y cuando los veo caer acusando a todos de conspiración, me sonrojo oyéndoles justificar lo injustificable a base de echar la culpa de su declive no a lo que hicieron, sino a quienes lo contaron, con ese cinismo mafioso de omertá traicionada. Y es entonces cuando se acrecienta mi tendencia al aislamiento, mi apego a la soledad. Nunca me gustó que me mandaran, pero si la gente que manda es toda así, no va a resultar tan extravagante después de todo. Nadie puede acusarme de "outsider" por negarme a seguir a quien es peor que yo.

Hay quien aconseja, cuando te ves en el trance de hablar ante un auditorio y tienes miedo escénico, que imagines al público desnudo. Es una bobada, pero se repite como un lugar común, como panacea que nadie ha probado jamás que sea efectiva. Y yo, que siempre he tenido un poco de aprensión a los notables, suelo imaginarlos en la infancia, en el patio del colegio, en la clase de lengua o de historia. Y siempre me sale lo mismo. Los veo, no puedo remediarlo, como esos niños repelentes y taimados con los que nunca hubiera compartido la merienda.