Llevo muchos años viviendo en Gracia, el Portobello barcelonés. A finales de los noventa éste era un barrio interesante y barato. Estaba en plena efervescencia y muchos artesanos y pequeños comerciantes montaron sus talleres y tiendecitas en estas estrechas y pintorescas calles.

Recuerdo que el primer piso que alquilé aquí me costó veintidós mil pesetas al mes. Más o menos unos ciento cuarenta euros. Ahora el barrio se ha vuelto mucho más turístico y los precios están completamente desorbitados. Es imposible encontrar nada por menos de mil euros.

A pesar de todo, de lo bueno y de lo malo, este ha sido mi barrio desde hace mucho tiempo y ya me siento parte del mobiliario urbanístico.

Cuando salgo de casa me gusta saludar a todo el mundo. Creo que saludar y dar los buenos días con ganas es una de las costumbres que nunca deberían perderse. Saludo a Toni, el peluquero, a las chicas de la panadería, a los de la pubilla, a la china del bazar que siempre me pregunta por mis hijos, a Mariana, la de la dietética. En fin, un clásico de barrio. Todo el mundo se conoce.

Pero mi primer saludo del día es para los borrachos del bar de la calle Sant Gabriel.

A menudo los veo sentados en la calle bebiendo whisky y escuchando la radio.

Hay uno que parece todo un intelectual. De hecho lleva unas gafas de alambre pequeñitas, y un sombrero de pescador. Tiene un gesto triste y me recuerda a un escritor uruguayo tipo Benedetti. Cuando paso por delante me saluda solemne, buenos días joven. Con ese acento sibilante tan característico. Y yo le respondo un buenos días con sonrisa.

Los borrachos de mi barrio son inofensivos y aportan un toque de realismo bukoswkiano necesario en estos tiempos de coca cola light y políticos de medio pelo que roban cremas en supermercados o que declaran la independencia sin pensar en el mal que provocan sus actos. De hecho, los borrachos de mi barrio tienen mucho más sentido común que ellos. Ojalá pudiera votarles.

Además, les admiro porque son la resistencia del bareto de barrio de toda la vida.

Rodeados como estamos de cafeterías de diseño, tiendas de souvenirs y restaurantes caros, ellos resisten al paso del tiempo.

Probablemente beban porque la vida les duela demasiado. Y aunque beber pueda llevarles a ser desagradables, a oler mal, y a tambalearse en exceso, esa sensibilidad que tienen también les convierte en poetas. En poetas callejeros.

Concretamente uno de ellos, uno bajito que tiene cara de boxeador y que resulta ser un maestro de kung fu en sus horas ebrias piropea con mucha gracia.

Un día de esos blancos barceloneses en los que una sueña con vivir en el campo, iba yo cargada de bolsas y el buen hombre va y suelta: Esa niña debe llamarse sol o estrella porque a su paso todo se ilumina.

La verdad es que me hizo sonreír, y me fui tan contenta a mi casa.

Es una maravilla que las mujeres podamos caminar solas por la calle, sin miedo. Y que los hombres puedan piropearnos con gracia, sin resultar ofensivos.