Seguro que conocen esa sensación. Ese agobio, ese tembleque que nace no se sabe dónde dentro del cuerpo, pero muy adentro, y va subiendo y subiendo hasta... desvanecerse. Como cuando hierve el café en la cafetera, pero en una cafetera buena, de las antiguas, no estas modernas de las capsulitas (¿Cuándo va a venir George Clooney a pasar la sobremesa a casa? Seamos serios). Ese café en ebullición, que parece que va a despegar un Airbus 400M dentro de la cocina, que crece, que crece y al final... nada. Bueno, nada no, café. Esta sensación que dura nada, apenas dos o tres segundos, que es como una ansiedad de bolsillo, como un orgasmo regulero, se me reproduce y seguro que a ustedes también al menos una vez por semana (Exacto, como los orgasmos). La habrán notado cuando, al llegar de un largo viaje de fin de semana, sacando las cosas del coche y haciendo recuento, un elemento de la lista se demora en aparecer: «la maleta, el móvil, la cartera, las llaves de la casa... ¿las llaves de la casa?» Mirar en el último compartimento de la vestimenta ese papel del banco que juraríamos que nada más salir de casa metimos, no hay duda alguna, en la carpeta con el resto. No hace falta que les diga que el anuncio de la paternidad de unos amigos, mal formulada, con un suspiro o con estornudo mediante hace bullir ese sofoco de manera instantánea. Y si la revelación nos la hacen por teléfono, ya ni les cuento. Hay veces que, incluso, esta sensación se dilata en el tiempo, como un pellizco cogido desde que lees la noticia de que el hombre del traje gris está ingresado en no sé dónde, que no va a cantar el fin de semana, hasta que esos dedos imaginarios, listos para apretar como la más cruel de las monjas, te libera y el agobio se marcha donde habita el olvido.

Pero al final, las llaves aparecen en la mochila, el papel del banco estaba en el bolsillo del pantalón vaquero, el niño lo van a tener Elena y Antonio y Joaquín Sabina mejora de lo suyo, se hace justicia y todo vuelve a la normalidad. O bueno, casi, porque desde el jueves hay una agobio que no se me quita, y menos al pensar que hay gente por ahí que piensa que cinco contra una es algo que hombre, molar, molar no es que mole, pero que tampoco está tan malamente, que ahí lo estaban pasando bien los seis, fíjate que hasta se grabaron. Y ese sofoco amenaza con convertirse incluso en miedo, porque quien piensa así no es ninguno de los anormales de La Manada, quien lo piensa es un juez. Menudo agobio.