Las noticias falsas han existido siempre. Sun Tzú ya aconsejaba la desinformación sobre las propias intenciones como un arma potente en la guerra y desde entonces los políticos la han utilizado a su conveniencia y con frecuencia para decir una cosa y luego hacer otra, sobre todo en períodos electorales. En 1898 el grupo editorial de Randolph Hearst montó un enorme escándalo que encendió los ánimos de sus compatriotas acusando a España de haber volado el crucero Maine en el puerto de La Habana. Era mentira como se demostró más tarde, pero ya entonces España había perdido la guerra y los últimos restos de su imperio. Una mentira ciertamente útil. Los británicos corrieron la voz durante la Gran Guerra de que los alemanes hacían jabón con los cuerpos de los belgas. Y también engañó Roosevelt en la campaña de 1941 cuando afirmaba que los Estados Unidos no deberían involucrarse en la Segunda Guerra Mundial cuando ya había conversaciones secretas con los ingleses con vistas a esa participación. Cuando los soviéticos derribaron el avión espía U-2, Eisenhower afirmó que se trataba de un aparato de investigación científica. Los ejemplos podrían multiplicarse, los más recientes supongo que son las mentiras que cuentan los rusos a los finlandeses y suecos sobre los riesgos de entrar en la OTAN, las de los líderes separatistas catalanes, o las innumerables de Donald Trump, que bate récords a diario sin despeinarse porque las falsedades que salen de su boca son innumerables. Pero no es el único, también los partidarios del Brexit mintieron sobre las consecuencias económicas de la decisión y no son infrecuentes los políticos que mienten sobre sus estudios, como se acaba de ver con Cifuentes. Y no incluyo a Colau llamando «facha» al almirante Cervera porque eso además de falso es prueba de una estupidez sectaria e ignorante.

De modo que la información falsa existe desde siempre y no me extrañaría que el mismo Caín hubiera engañado a Abel sobre sus intenciones hasta el último momento: «Ven a ver la puesta de sol, hermoso». Lo que es novedoso es la amplitud que el fenómeno adopta como consecuencia de la revolución de la Información. Difundir noticias falsas costaba antes un esfuerzo personal considerable mientras que hoy se hace en milésimas de segundo gracias a las redes sociales. Internet es un gran invento que ha democratizado la información al ponerla a disposición de gente que antes no tenía acceso a ella, de forma que hoy un humilde pastor del altiplano boliviano con un teléfono móvil y acceso a internet tiene en un abrir y cerrar de ojos más información inmediata a su disposición que Kennedy durante la crisis nuclear con Cuba. Pero esta democratización también implica riesgos porque no todo lo que circula por las redes es cierto y quizás el principal problema no sea hoy acceder a información sino ser capaz de separar la verdadera de la falsa.

El asunto se complica aún más cuando las redes se utilizan para hacer marketing y vender productos on-line, sean objetos o candidaturas que se presentan de la forma más atractiva posible ante el cliente o el votante. La mercadotecnia se apoya en la publicidad y en las relaciones públicas, pero si además le añadimos la capacidad de segmentar la información y enviar al destinatario el mensaje que está predispuesto a escuchar, entonces tenemos un arma todavía más formidable a nuestra disposición. Y eso es precisamente lo que ha pasado con la reciente disposición por parte de la empresa Cambridge Analytica de 86 millones de fichas personales de clientes de Amazon que luego han sido utilizadas (sin permiso de sus propietarios) para influir en el último proceso electoral de los EEUU. No solo se usan bots capaces de reenviar el mismo mensaje (falso) de forma instantánea a millones de personas, como parecen haber hecho desde Rusia en las elecciones norteamericanas, alemanas y francesas (o más recientemente en Cataluña), sino que se modula ese mensaje en función del destinatario final para hacerlo más atractivo. Es algo que pone en peligro el propio sistema democrático.

El asunto es tan preocupante que en la Unión Europea se ha creado una unidad encargada de luchar contra estas noticias falsas. Porque no son inocentes. Pero Bruselas ha desistido de legislar sobre el tema con el argumento de que no es función de la Comisión decidir lo que es verdad y lo que es mentira. Y tiene razón porque eso nos abocaría a un debate filosófico que nos llevaría hasta Platón o el mismo Jesús de Nazaret. Pero tampoco es deseable dejar al público desamparado ante la proliferación de falsedades intencionadas que las redes sociales multiplican en muy poco tiempo como sabe cualquiera que use Facebook o WhatsApp y que pueden dañar reputaciones o hundir negocios. Hay una responsabilidad que deben asumir los difusores de información y de opinión y es justo que tengan apoyo público en esta difícil tarea. Por eso Macron impulsa una norma para perseguir las noticias falsas, al menos durante las elecciones, y también PP y PSOE han impulsado un grupo de estudio sobre estos temas en la Comisión de Defensa del Congreso.

La revolución tecnológica es imparable y nos hace más libres pero también más manipulables. El truco está en quedarnos con lo bueno que tiene, que es mucho, y desechar lo malo. No es fácil pero hay que intentarlo sin caer nunca en la censura porque en caso contrario los que seremos utilizados como robots al servicio de intereses ajenos seremos nosotros. Sin que nos demos cuenta.

*Jorge Dezcállar es diplomático