El miedo es el peor compañero del alma. Es tan terrible como trágico. En ocasiones se convierte en un arma letal contra la razón. El Partido Popular vive en un estado de pavor, atenazado por las circunstancias y las percepciones demoscópicas que lo condenan a diluirse electoralmente como un azucarillo. Empeñado en agotar la legislatura del modo que sea, el Gobierno ha sustituido sus voluntades por otras, sus principios por la conveniencia de resistir, como ha ocurrido en la negociación con el PNV. La corrupción del pasado se mezcla con los errores del presente: es el miedo a perder el que lleva a los dirigentes populares a señalarse y a tramar vendettas. Cristina Cifuentes cayó fulminada en ese bucle generalizado de la desesperación.

El ministro de Hacienda, empecinado en una necia infalibilidad, se ha empeñado en torpedear las tesis de la Guardia Civil y del Tribunal Supremo sobre la malversación del procés en el momento más delicado y en un asunto capital para los intereses de España, en el que los poderes del Estado están obligados a sintonizar. El ministro de Justicia se coloca a la cabeza de la manifestación para exigir la revisión del Código Penal y criticar el trabajo de los jueces. No le corresponde a él hacerlo. Jamás se ha visto nada parecido. Sin embargo, no le importa socavar la división de poderes con tal de obtener rentabilidad de la catarsis populista tras la desafortunada sentencia sobre ´La Manada´.

Los partidos se mueven exclusivamente por el impacto permanente que reciben de los sondeos y las palpitaciones de la calle. Cualquier iniciativa está dirigida a satisfacer la última demanda emocional. No existe el rigor político, sólo la última urgencia que reclama el populismo. Se puede estar en desacuerdo con la sentencia de unos jueces, pero no debe ser el ministro de Justicia el que personifique ese desacuerdo. Es demencial.