La noche del sábado asistí en el Teatro Cervantes al estreno mundial de la ópera-oratorio Passio Christi, porque de todo quiere el Señor, nunca mejor dicho. Esta maravillosa recreación del prendimiento, muerte y sepultura de Jesucristo narrada por Antonio Banderas fue puesta en escena por la Orquesta Filarmónica de Málaga, diez cantantes de ópera, la coral Cármina Nova y dos angelicales escolanías de la provincia dirigidas por Antonio del Pino, todo ello bajo la batuta del autor, Monseñor Marco Frisina, director del coro de Roma.

No cabía un alfiler en el coliseo malagueño, lleno absoluto. Qué más se puede pedir. Tanto esfuerzo se vio recompensado por un público puesto en pie que ovacionó a los más de 150 intérpretes durante más de diez minutos. Esta excelsa conjugación de música y lírica es la antesis de otra visión de la pasión de Cristo, la evocación oral que se representa en un pueblo andaluz de cuyo nombre no quiero acordarme y en la que, según cuenta la leyenda, mandan acentos y localismos por encima de rigor y liturgia.

Sea como fuere, ambas representaciones comparten un pasaje. Uno que me angustia siempre por injusto, cuando Pilatos interroga a Cristo y le exhibe ante la multitud junto a Barrabás. Ningún mal he hallado en ese que llamáis rey de los judíos, dice Poncio, a quién queréis que libere, pregunta el prefecto romano. A Barrabás, grita la muchedumbre enfervorecida y manipulada. En ese momento la coral canta a pleno pulmón en plan O Fortuna del Carmina Burana: Crucifícalo, crucifícalo, crucifícalo. Estremecedor momento que inunda el teatro y consigue que el público se incomode en sus asientos porque ya conoce el final. Sangre, espinas, dolor, cruz y muerte.

Un hombre inocente condenado por aclamación popular, despojado de vestiduras y derechos por el griterío atronador de la turba, ajusticiado entre vítores y provocaciones. De aquello han pasado ya más de veinte siglos pero el eco acusador aún susurra en nuestros oídos y, de vez en cuando, cobra fuerza reviviendo la indignación del Gólgota. Lo hemos visto estos días. Se hace viral el vídeo de una brutal paliza a una mujer mayor en un portal algecireño y se comparte sin fin la foto errónea del presunto agresor. Todo el mundo respondió a un odio tan humano como desviado y erró el tiro al propagar la instantánea, disponiéndose a la caza del malhechor equivocado. Por algo similar pasaron Los cuatro de Guildford, Dolores Vázquez, Christian Wulff, Jorge Cadaval y tantísimas personas que cayeron en manos de cierta prensa ávida de morbo y de una justicia cegada por la duda. Ellos tuvieron suerte, se toparon con tribunales que desoyeron el acoso popular y la verdad unívoca se impuso al ruido policéfalo por una simple razón, hicieron lo que se espera de ellos: practicar prueba, valorar en conciencia y dictar sentencia.

Los políticos, de aquí no escapa nadie, constituyen el poder legislativo y dictan las leyes que los jueces han de aplicar, porque los magistrados no están para hacer justicia, ni para agradar al respetable, ni para ir provocando protestas por capricho, placer o vocación. Están para juzgar y hacer cumplir lo juzgado. Este sistema, imperfecto como todo lo nacido de la mano del hombre, tiene resortes en forma de recurso para intentar alcanzar la firmeza de la verdad material aunque, por desgracia, esa imperfección sea encarnada en ocasiones por el propio Alto Tribunal español. Sirva de ejemplo su dañina decisión sobre las cláusulas suelo, que fue posterior y debidamente desautorizada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Confiar en el Tribunal Supremo, como en aquellos sumos sacerdotes, es un lujo que ya casi nadie se permite en este país.

Nunca faltan las acomplejadas e interesadas reacciones políticas que se multiplican cuando un drama sacude la piel de toro. Legislar en caliente lo llaman algunos. Prometen y aseguran parchear el problema, pero parecen olvidar que el Derecho, por su naturaleza renqueante, siempre va por detrás de la actualidad. La sociedad avanza y el político responde legislando al efecto para regular cada nueva situación, por eso el Derecho es un ser vivo, cambiante, en continua evolución buscando la excelencia. Y yo digo que, hasta que el interés general y el bienestar de la gente no sea la estrella polar de esa labor legislativa, estamos abocados al dolor y la incomprensión.

Bien entrada la segunda parte de Passio Christi llega la decimotercera sección, titulada Crucifixión, y la calmada voz de un Jesús moribundo se alza sobre el resto: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Y no, no hablo de ´La Manada´. O sí.