Si nuestra relación con el pasado se define, en palabras del filósofo Rémi Brague, por un reconocimiento de culpa general sin posterior absolución -las generaciones actuales seguirían siendo así culpables de las faltas cometidas por sus antepasados-, el vínculo que mantenemos con el futuro se caracteriza por la negación: no querer saber. En términos literarios, podríamos hablar aquí de la maldición de Casandra, hija de los reyes de Troya y sacerdotisa de Apolo, quien le escupió en la boca inscribiendo en ella una peculiar maldición: el don profético de conocer el futuro desligado de la facultad de ser creída. Resultó inútil que Casandra advirtiera de los caballos de Troya que penetraban en la ciudad, cuando sus compatriotas celebraban ingenuamente el triunfo sobre los griegos. Dar la espalda al mañana no nos exime del juicio. Ni de la condena.

Cuando no se quieren escuchar las exigencias que plantea el futuro, las sociedades se convierten en esclavas de las urgencias del presente. Se trata de un círculo perverso, que tiene algo -lo observa el propio Brague- de parasitario. La economía crece consumiendo las reservas naturales, el paisaje se deteriora, aumenta de forma exponencial el endeudamiento, las necesidades se multiplican y, sobre todo, se aceleran. Todo se quiere al instante, mientras se extiende una cultura de la queja por las imperfecciones de la realidad. En este sentido los deseos adquieren el rostro del dios romano Saturno, que devoraba a sus hijos y a quien los cartagineses ofrecían en sacrificio niños recién nacidos bajo una música incesante que impedía escuchar los gritos de las víctimas. Ese ruido de tambores es también el que acalla las consecuencias de nuestros actos.

Decía Tom Gayner, uno de los grandes inversores de la historia, que a los principales ejecutivos de una empresa hay que exigirles inteligencia e integridad. La misma regla es aplicable a la política: no en vano son los ´ejecutivos´ de una nación. Un político honrado pero ingenuo puede resultar tan peligroso como otro inteligente pero sin escrúpulos. En España hemos tenido sobrados ejemplos de los dos tipos. Y se puede añadir otro peor, que es la suma de la estupidez y la corrupción; o, cuando menos, la suma de la frivolidad con el impetuoso deseo de conservar el poder a toda costa. El electoralismo consiste básicamente en esto.

Un ejemplo reciente lo tenemos en los presupuestos que, tras el pacto con el PNV, ostentan un rostro marcadamente saturniano. Ajustar las pensiones al incremento del IPC significa agravar el ingente déficit estructural de la Seguridad Social, cuando la bomba demográfica -España está llamada a ser uno de los países más envejecidos del mundo- todavía no ha mostrado la plenitud de sus efectos. Que un gobierno no resista el canto de sirenas de los pensionistas, ceda al chantaje electoralista del PNV y se dedique a erosionar el pacto entre generaciones, financiando con deuda su última improvisación, sólo sirve para apuntalar el descrédito de una clase política que vive prisionera de los demonios del presente. Por supuesto, ya sabemos cómo terminará esta historia: habrá más recortes en el futuro -cuando la próxima crisis nos encuentre menos preparados fiscalmente-, pagaremos más impuestos y la cohesión entre las distintas generaciones será menor. La irresponsabilidad tiene sus costes. Y, al igual que el hijo pródigo, me temo que no sólo hemos consumido la herencia de nuestros padres, sino que ahora necesitamos sacrificar el futuro de nuestros hijos.