Qué difícil es andar solo y en peligro, a contrarreloj el corazón. Secarse del semblante la temperatura del miedo, después de mirar alrededor del silencio con el gesto magullado y la angustia serena, y comprobar en defensa las armas temblando un instante hacia dentro. Uno de los mejores e inolvidables planos medios del cine, enmarcando a Gary Cooper -sobrio y crepuscular en la vida y en la ficción- a contrapicado bajo el sol, en una calle donde la soledad, alejándose firme y despacio. Nunca antes un reloj le había puesto música al destino, y en duelo su desenlace. Do not forsake me oh my Darling, la primera canción que sonó en los títulos de crédito de un western al que Dimitri Tiomkin le inmortalizó el latido indefenso del sentido moral a la altura de los acontecimientos. A las doce la muerte o el honor. El dólar sin arrebato en el aire de muchas de las películas del actor, que murió hace 57 años hoy, de sangre inglesa, jinete de cadera rota en los andares y labia sin vértigo en la distancia corta con la que enamoró a tantas mujeres, igualmente a Pilar Miró y a mi madre, por el encantamiento azul galán de sus ojos nobles. Los mismos que en Solo ante el peligro expresan la duda y el convencimiento, la incertidumbre y el coraje del inquebrantable sujeto de conciencia frente a la miseria moral colectiva.

Persiste en la memoria, dorada en óscar, esta espléndida narración psicológica de 1952 con soberbia dirección en suspense de Fred Zinnemann, cuyos padres fueron judíos víctimas del Holocausto, y solvente guión de Carl Foreman, metáfora de la Caza de Brujas de McCarthy, sobre la venganza, los celos, el peso del pasado frente al futuro, la cobardía moral y el fariseísmo social. Los temas representados por el forajido Frank Miller que vuelve en busca del sheriff Will Kane; por la rivalidad de su ayudante enamorado de la antigua amante, la racial sensualidad morena de Katy Jurado vestida de negro en el piso de arriba del hotel al que sube de blanco la virginal esposa rubia Grace Kelly en un desafío sentimental; por el juez que prepara la maleta de su huida con la Biblia y la balanza de Justicia de las que está renegando en su fuga; y por el amilanamiento de los amigos y la hipocresía de los feligreses y el alcalde cuando el protagonista demanda su ayuda. La vida en sí misma en un metraje de hora y media, con el maravilloso clímax de la tensión argumental con ecos de relojes, vías de tren y el sofocante calor, y de nuevo mi recuerdo por la atmósfera interior de la película. Le encantaba a mi padre tararear la música de Tiomkin, igual que silbar Morricone la intuición de la amenaza o con entusiasmo la marcha del coronel Boggie que popularizó Kennet J. Alford en El puente sobre el río Kwai.

Fue Solo ante el peligro su película preferida. Nunca se la perdía si la reprogramaban en la Tonblick en blanco y negro UHF cuando aquellas Sesiones de Tarde de la sobremesa en sábado. Con él la vi en el cine, y también la que es una de mis preferidas -junto con El nadador de Frank Perry basada en un magistral cuento de John Cheever y Centauros en el desierto de Ford- El manantial de King Vidor. Para un preadolescente el rebelde arquitecto Howard Roark -interpretado por Cooper- que se enfrenta al poder absolutista de un empresario periodístico sin escrúpulos y aupado por su manipulación amarillista de la vulgaridad, y prefiere preservar la integridad de su creatividad, era un poderoso arquetipo del que aprender. El ideal del artista que sufre la incomprensión de su mirada, la presión para amoldarse o abandonar y que decide preservar su libertad aunque sea trabajando de picapedrero en una cantera. Si hasta ese momento me había caído bien el Gary Cooper de El sargento York, Tres Lanceros bengalíes, Beau geste o Tambores lejanos, este personaje que no se subordina a la sociedad y a nadie arraigó en mi imaginario sobre la identidad, a pesar de desconocer entonces que Roark era un trasunto libre de Frank Lloyd Wright y de otros arquitectos insumisos como Gaudí y Adolf Loos. Tampoco entonces entendí la sexualidad fou del latigazo del personaje de Patricia Neal en la mejilla del actor con el que mantenía en rodaje una clandestina aventura de amperios pasionales.

Cada uno somos hijos épicos de nuestros actores y películas. Incluso, al igual que con las lecturas, podríamos hacer un manual privado de la educación sentimental y cultural. Kirk Douglas, Howard Hawks, Burt Lancanster, Bogart, Michael Caine, Billy Wilder, Ava Gardner, Ingrid Bergman, Chaplin, Marilyn Monroe, Hitchcock, Katherine Hepburn, Paul Newman, Richard Burton, Mankiewicz, De Niro, Walter Brennan, James Steward, Debora Kerr, Kim Novack, Jack Lemmon, Robert Aldrich, Bárbara Stanwyck, Truffaut y entre muchos otros a los que les debo la mirada cinematográfica del lenguaje y su enfoque, la iluminación como la música interior, y el pellizco crítico o el emocional, también Frank Capra. El director que supo ver en Gary Cooper la verosimilitud del héroe medio americano, un hombre normal y corriente entre la adversidad y la honestidad, encarnado por el actor de Montana en Juan Nadie. Una crítica contra el cinismo político, la invisibilidad de los desclasados, los intereses en ocasiones oscuros de los medios de comunicación, y a la vez una defensa de las virtudes del ser humano y la búsqueda de una utópica sociedad ideal. Todo resumido en un discurso a la altura del de Charles Laughton en Esta tierra es mía y el de Rutger Hauer en Blade Runner. La entrañable actuación del actor en esta película de 1941 transmitía la impresión de que no estaba actuando, sino que vivía en la pantalla de cine. Tal vez por eso, el maestro de críticos de cine Ángel Fernández Santos lo definió como el héroe de andares de alambre quebradizo que simbolizaba un exquisito acuerdo entre lo que parecía y lo que era.

Revisando su filmografía, y algunas de sus amargas últimas películas como Llegar a Cordura o Veracruz, en la que una bellísima Sara Montiel se equivocó en su inglés precario al preguntarle en una escena del rodaje si le gustaría follar con ella, en lugar de luchar con ella, y él respondió sin dilación Of course! (desde luego), es fácil entender por qué incluso Picasso sucumbió a la personalidad del actor que odiaba las fiestas, las falsas poses de divo y las vanidades pasajeras. Sus únicas debilidades eran cazar, montar a caballo, vestirse a media con trajes ingleses de Kilgour, French & Stanbury (8, Savile Row) y calzar zapatos John Lobb. Y claro, las mujeres, desde su descubridora Clara Bow a su esposa Verónica Balfe, con la que se casó a los 32 años, y pasando por Carole Lombard, Marlene Dietrich o Rita Hayworth entre muchas otras estrellas a las que les enseñó su forma de montar en el oeste.

No sé si también los hombres guardaban en secreto en su cartera su perfil hermoso de elegante playboy con un esquinado cigarro en blanco esperando una llama que lo encienda. Postal de suspiro homosexual, pose de la que aprender la actitud de la seducción, carisma gancho que le convirtió en un cowboy del romance, un marinero del cine que en cada película besa a una mujer y se la lleva. Sólo le negó su abrazo a una. A Vivien Leigh porque rechazó el papel de Rhett Butler en Lo que el viento se llevó, pensando que iba a ser un fracaso. La única conquista perdida del tipo larguirucho que gastó sus últimos 65 dólares a los 25 años en alquilar un caballo con el que hacer piruetas y mascar tabaco con una enorme sonrisa. Gracias a esas imágenes, que le mandó a un productor, consiguió hacer de extra en Flor del desierto de Henry King. El primer papel que le convertiría en el eterno héroe del cielo al que Pilar Miró lo elevó. No sé si mi amigo Paco Reyero le dedicará un libro de cine. Lo seguro es que a él le deberemos siempre saber estar solos frente al peligro. Y ser un héroe normal entre la ilusión de los sueños y el desencanto de la realidad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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