Amigos periodistas: Interrumpid lo que estéis haciendo. Entregad vuestros ordenadores y dejad que los algoritmos se adueñen de las redacciones, porque Tom Wolfe ha muerto. Estamos aquí, aunque la mayoría seamos inconscientes de ello, porque pensábamos que al menos podríamos imitar a quien nunca conseguiríamos igualar. Se acabó. Misión incumplida, y encima Dios era mortal.

No era un ídolo movedizo con veleidades humanas, sino el epicentro de esta profesión desde que la reinventó. Dios Wolfe estudió el mundo como si lo hubiera creado, desentrañó sus mecanismos, entrevistó a todos sus habitantes. Fue el crítico más acerado y certero porque también era el mejor documentado.

Nadie había escrito como Wolfe, y nadie lo hará. El nuevo periodismo es una empresa de un solo hombre, a la que por galantería adjuntábamos un cortejo de epígonos para improvisar una escuela. Gay Talese sonroja al compararlo, Hunter S. Thompson necesitaba un revólver para competir con Dios. El sobrevalorado David Foster Wallace no pasaba de aprendiz.

Podéis marcharos, el desmesurado Wolfe era la medida de todas las cosas. Puso el periodismo a sus pies porque engendró una prosa cargada de adrenalina que te mantenía siempre alerta. No hay sucesor, la máquina que destruyó a Kasparov también acabó con el hombre de blanco.

Nos preocupó su aspecto en la última entrevista, pero conservaba el combustible de polemista inagotable, incluso en la diatriba postrera contra el darwinismo. Prendía los enconos más diversos de su escueta figura, pero era la demostración en carne y hueso de que puedes estar radicalmente en desacuerdo con una persona sin dejar de inyectarte cada línea que escribe.

Sinatra era la voz y Wolfe ha sido la palabra. Tenía ese don. Pasaba horas al acecho, escrutando el comportamiento de un juez de distrito hasta que lograba que el magistrado copiara los tics del personaje de La hoguera de las vanidades que había inspirado. No caricaturizaba a sus presas, las recreaba, les obligaba a ajustarse a su pluma.

Wolfe descubre a Balzac después de haber publicado La hoguera. O sea, después de haberlo superado. Era Dios porque te obligaba continuamente a estar con él o contra él. Dirige un panfleto reaccionario a Noam Chomsky del que no puedes apartarte ni un segundo. Encima, acabas la lectura admirando todavía más al autor y a su víctima. Simultáneamente.

La derrota era previsible. Wolfe se había erigido en el último bastión de una prosa con virtudes universales, porque arrancaba del detalle rítmico. Norman Mailer y los falsos cultivados estadounidenses nunca le perdonaron el éxito masivo de su obra, radicada en el templo del escepticismo.

Solo hay un nuevo periodismo, el que renace cada día, y su Dios ha muerto. Claro que a Wolfe nunca le obsesionó su trabajo. Su diana era el lector, el centro de todas las cosas. Hay que acabar con una de sus queridas onomatopeyas, la que compartió con Hermano Lobo. Auuuuuuuuuuuu.