El hielo es un terreno extremo, frío como un infortunado suceso y duro como una desgraciada noticia. Un entorno habitable sólo por aventureros que, despreciando comodidades y guiados por una solidaria carta de navegación, se atreven a adentrarse en su desierto blanco.

Para llegar a esas costas heladas, muchos de nosotros soñamos cruzar océanos esquivando icebergs de rutinas y compromisos. La mayoría de las veces naufragamos a medio camino, con el equipo sin estrenar y la mochila repleta de buenas intenciones. Sin embargo existen personas quienes lejos del desánimo, reemprenden la navegación en un mar de dificultades, desplegando su ilusión por ayudar a los demás.

Estos anónimos héroes de los que hablo son los voluntarios de las organizaciones no gubernamentales. Personas que arriesgan su tiempo, su estabilidad y a veces su economía, por conseguir arrancar la sonrisa a un enfermo, dar cobijo a un refugiado, operar a un niño en Liberia, construir una escuela en la miseria, levantar el ánimo de un desahuciado o paliar el dolor terminal de los incurables.

Obstinados defensores de la acción que no desfallecen mientras el resto nos atragantamos con la escasa vergüenza de algunos traficantes de másteres, aspirantes a gobernantes de repúblicas ficticias, descerebrados fanáticos de la violencia y otros titulares que colapsan la escaleta de los informativos. Cuando acaba el telediario, a pesar de todo, los voluntarios siguen ahí, empecinados en actuar, aferrados a dar la cara por nosotros.

Un amigo me preguntaba hace unos días por qué en mi columna siempre hacía crítica sobre los aspectos negativos de la sociedad, como si la crítica fuese parte del problema. Hay muchas noticias buenas que también se pueden comentar, me decía. El problema es que desde lo alto de este iceberg sólo se divisa un paisaje extremo. Ya quisiera dejarme llevar por la corriente hasta el Ecuador para derretir la montaña de hielo sobre la que descansa nuestra actualidad informativa.

Buscando la sonrisa a la noticia, el pasado sábado me crucé con un buen número de voluntarios en la III Jornada de Voluntariado celebrada por la Asociación Española contra el Cáncer en Marbella. La negrura se quedaba tras la ventana y cobraba protagonismo el arte de la generosidad y el valor de lo incalculable. Doscientos voluntarios representando una pequeña muestra de los miles que diariamente se desviven por realizar pequeños gestos en diferentes ámbitos de la realidad que generan grandes cambios. Antoine de Saint-Exupéry decía que el amor es la única riqueza que crece cuando se reparte.

Los voluntarios son personas que no ponen precio a sus horas. Sin embargo, Curro Avalos, entusiasta y certero comunicador, cerró las jornadas argumentando que de alguna manera esas horas se pagan. Que la solidaridad obtiene como recompensa unas peculiares fichas de póker con las que se juega en el tablero de la vida. Es un alto precio para aquellos que conocen su valor de cambio en las divisas de la confianza y el positivismo. Fichas de póker que se ponen sobre la mesa cuando ya no queda nada que apostar. Cuando algunos mal llamados políticos nos birlan la ilusión bajo la mesa, habilidosos tahúres atentos a nuestro descuido. Los únicos tesoros que desprecian son la generosidad y el empeño.

Noto un fuerte crujido en la superficie de este iceberg. Puede que algo se haya resquebrajado en el interior. A pesar de los vaivenes de las tempestades, sigue su peregrinaje hacia una zona cálida. Espero llegar a tiempo de contemplar cómo se derrite tanto egoísmo bajo el abrazo de millones de voluntarios. Activistas que mantienen el clima compasivo de este planeta.