Había una vez, allá por los años cincuenta, una malagueña que era muy avispada. Trabajaba duro como lavandera y planchadora hasta que un día decidió hacerse millonaria. Con ese pensamiento se fue a la calle, a ver de qué forma podría conseguirlo. Iba con una cesta de ropa recién planchada y tan absorta en su idea de acumular millones que, al salir del portal, pisó sin querer al primer turista alemán que había llegado a Málaga. El pobre hombre se quejó en su idioma, y aunque la mujer no le entendió, sí observó que llevaba el pie descubierto, con sandalias. Quiso compensar el pisotón ofreciéndole un par de calcetines oscuros. Para su sorpresa, el turista escogió otros blancos que había en la cesta y se fue tan agradecido y contento que la mujer no lo dudó un instante: se dedicaría a vender calcetines blancos a los turistas con sandalias. Al principio fue un modesto puesto callejero, luego una tienda, más tarde adquirió una fábrica y con los años y las inversiones acertadas, se hizo con el título de la persona más rica del mundo.

Era tan rica que dormía en una cama de oro con sábanas de aire perfumado y almohada de plumas de alas de ángel. En una habitación contigua, una orquesta de cámara tocaba para ella las más suaves nanas y dos taikomochi1 velaban pendientes del más nimio de sus caprichos. Incluso tenía una máquina maravillosa que le fabricaba los sueños que ella deseaba, aunque solía soñar historias ideadas por los doce mejores escritores y poetas del mundo, y así no solo eran sueños magníficos, sino también sueños sorpresa. Ocurría que, como viajaba mucho, pocas veces dormía en su magnífica cama, y los miembros de la orquesta aprovechaban para improvisar sesiones de jazz cuyo único público eran los taikomochi, que les correspondían cantando temas tradicionales japoneses y les contaban historias picantes y cómicas. A la mujer le hubiera encantado asistir a esas veladas, sin duda, pero entendía que el mundo iba mucho más allá de su lujosa casa.

En sus viajes, bebía los vinos más exquisitos y comía los manjares más refinados; tenía treinta barcos, diez aviones, cien coches y dos submarinos, en los que se sumergía cuando no quería que nadie la encontrase. Tenía tanto, tantísimo dinero que solo sabía que, aunque lo gastase todo, aún tendría mucho más de lo que podría gastar. Llegó un momento en que se planteó irse a vivir a la luna, para poder tener noches al revés y contemplar la Tierra desde su dormitorio, pero pronto abandonó la idea tras hacer un par de viajes hasta allí: la estancia sin gravedad le parecía tan frágil como incómoda.

Un día, se dio cuenta de que no tenía lo más bonito del mundo. Bueno, para ser más exactos, probablemente lo tuviera, ya que tenía miles de cosas, pero como no sabía qué era lo más bonito del mundo, no podía estar segura de tenerlo; pidió un inventario de sus pertenencias en los seis continentes -también tenía una mansión de hielo en la Antártida- y las visitó todas, pero por ella misma no podía discernir qué era lo decididamente más bello que lo demás. Así que organizó una convención de científicos y artistas para que determinasen lo más hermoso del mundo. Tenían que decírselo en una semana, para que ella, al día siguiente, pudiera comprarlo o adquirirlo. Les advirtió que no les iba a permitir trucos del estilo «lo más bonito es la felicidad» y cosas así. Tenía que ser exclusivo, carísimo y, sobre todo, algo cuya posesión envidiaran el resto de las personas.

Como pagaba muy bien, ya a la tarde los científicos y los artistas tenían la solución. Le entregaron un papel con su conclusión. Este decía: «Lo más bonito del mundo es el mundo. Y usted ya lo ha comprado hace tiempo».

La mujer suspiró satisfecha primero, se sintió rara después: un vacío inmenso se apoderó de ella. Desde entonces, va ofreciendo el mundo a quien lo quiera y nadie se lo acepta.

La gente prefiere un par de calcetines blancos bien planchados.