Amos Oz es uno de los pensadores más lúcidos de Israel, una tierra proclive a darlos. En una reciente entrevista decía que el mayor peligro del siglo XXI es el fanatismo en política, economía, religión e ideología. Incluso en feminismo. Y yo estoy de acuerdo porque a eso nos lleva la tentación tan actual de querer dar respuestas simples e inanes a problemas complejos. Así se evita pensar y es siempre más fácil imponer que convencer. «Mata infieles e irás al paraíso»; «consigue la independencia y serás feliz»; «echa a los inmigrantes y tendrás trabajo»; «acaba con la casta y deja paso a los puros» y así indefinidamente. Casi echa uno de menos la sofisticación del «Ariel lava más blanco» o del «váyase señor González». Es el fanatismo de quien cree estar en posesión permanente de la verdad y que no admite discusión alguna. Eso ha producido autos de fe, yijadistas y terroristas; ideologías como el nazismo o el estalinismo; ineficaz centralismo económico e injusto mercantilismo desbocado; grupos antisistema y nacionalismos paletos, racistas e insolidarios. E incluso el actual puritanismo sexual en boga en el mundo anglosajón. Amos Oz dice otra cosa con la que no puedo estar más de acuerdo: «nunca he visto un fanático con sentido del humor». Yo tampoco, porque quien está en posesión de la verdad no puede reírse de sí mismo. El mundo de los fanáticos es un mundo muy aburrido.

Viene esto a cuento de la decisión del presidente Trump de trasladar la embajada norteamericana desde Tel Aviv, donde ha estado desde la fundación del Estado de Israel, a Jerusalén, cuyo sector oriental fue ocupado militarmente en 1967 tras la derrota árabe en la Guerra de los Seis Días. Posteriormente, en 1981, Israel anexionó Jerusalén como la «capital única e indivisible de Israel». Nadie en el mundo dio valor alguno a esta declaración (salvo el Congreso norteamericano), igual que más recientemente nadie ha aceptado la anexión unilateral de Crimea por parte de Rusia. Los argumentos son parecidos: «esta es la tierra que Dios dio a nuestros padres en la Biblia», o «Crimea es Rusia desde Catalina la Grande y Potemkin y solo se hizo ucraniana por un capricho de Kruschev». Así que para casa. La ley del más fuerte en lugar del derecho internacional, algo que solo conviene a los poderosos porque la ley está precisamente para evitar abusos y proteger a los débiles, que somos casi todos.

Se dice que la moral es un asunto de clases medias que no afecta ni a los poderosos ni a los más desposeídos. Los unos porque la fijan, adaptándola a sus conveniencias en cuestiones de sexo o de dinero, y los otros porque viven en condiciones que no se pueden permitir el lujo de tenerla cuando luchan por sobrevivir. No es inamovible y tampoco es el resultado de las creencias de la mayoría porque también la mayoría se equivoca: la esclavitud nos parece una abominación y sin embargo a los romanos les parecía la cosa más natural del mundo.

Hoy coinciden a mi modo de ver el fanatismo de los mensajes simples con la incertidumbre moral como consecuencia del declive de las religiones (en Occidente) que siempre han sustentado rígidos (y eficaces) sistemas morales, sin ser sustituidas por otros códigos éticos generalmente aceptados. Y además tampoco hay élites rectoras dignas de ese nombre. El resultado es que se imponen las ideas (?) y valores (?) de las masas con el problema añadido de que la chusma carece de unas y de otros. Basta ver la programación de las diferentes cadenas de televisión cualquier día de la semana.

El comportamiento errático del presidente norteamericano, sus mentiras continuas, la persecución pública de quienes se le oponen o le contradicen, su desprecio por la palabra dada y por el Derecho Internacional, el eslógan de «América primero» (y los demás que se fastidien, sean mexicanos, árabes, inmigrantes o europeos) se inscriben en este contexto de fanatismo, de falta de reglas morales, de la ley del más fuerte y de desprecio por los débiles. Los últimos ejemplos (pero seguro que durante los próximos días el señor Trump nos proporcionará otros) son el abandono de dos pactos firmados por el presidente Obama que comprometen a los EEUU como son el Acuerdo del Clima de París y el Acuerdo Nuclear (Plan Integral de Acción Conjunta) con Irán, con evidente desprecio para los otros firmantes y violando el principio básico del Derecho Internacional de la santidad de los tratados. Y en la misma línea está la actual decisión de trasladar su embajada a Jerusalén, violando varias resoluciones de las Naciones Unidas que piden específicamente que eso no se haga, como hace la número 470. Por eso ningún país europeo ha asistido a la ceremonia en Jerusalén y han hecho bien. ¿A quién se le puede exigir que cumpla los mandatos de la ONU si no lo hace «el líder del mundo libre»? Trump parece pensar que el Derecho Internacional es para los demás y que a él no le obliga. Es muy peligroso.

Todo esto está abriendo una brecha entre los EE UU y Europa, que por vez primera en muchos años ni pensamos igual que Washington ni podemos fiarnos de la sombrilla de seguridad que nos ha protegido durante el último siglo, mientras proliferan las disputas comerciales (acero y aluminio, sanciones a quienes comercien con Irán...) y políticas entre ambos lados del Atlántico. Quizás sea bueno porque nos obliga a defendernos solos y a defender también nuestros intereses económicos y eso nos forzará a una mayor integración.