El procés catalán ha deparado dos noticias de las que ignoramos las consecuencias, pero que pueden condicionar la evolución de los acontecimientos. Por un lado, la negativa de la fiscalía de Bélgica (por «defecto de forma») a extraditar a los ex consellers residentes allí, lo que supone un varapalo para el juez instructor de la causa contra los líderes independentistas, Pablo Llarena; de otro, la elección del presidente de la Generalitat, Quim Torra, cuyos escritos han generado tal polvareda que, en la prensa extranjera, se le tilda de «ultranacionalista» y de tener «ideas inspiradas por Mussolini o Milosevic».

La decisión de la Justicia belga crea un peligroso precedente ante los demás antiguos miembros del Govern en el extranjero (Clara Ponsatí, en Escocia y, sobre todo, Carles Puigdemont, en Alemania), en el sentido de que las cortes judiciales respectivas podrían alegar el mismo «defecto de forma» para negarse a la extradición.

Por otra parte, el nombramiento de Torra (que reconoce a Puigdemont como presidente «legítimo» y mantiene su voluntad de consultar con él) abre la incógnita de si ahondará en la radicalización mostrada durante su etapa de activista o se moverá en una retórica inflamada, que no pase al terreno de los hechos (como esperan Rajoy y los poderes de Madrid y Barcelona).

Todo ello se verá con más claridad en otoño, cuando es probable que se celebre el juicio contra los líderes independentistas y, además, habrá transcurrido un año desde la convocatoria de las últimas elecciones, momento que podría aprovechar Carles Puigdemont para forzar a Torra a dar paso a los comicios, intentando sacar partido de una hipotética dura condena contra los secesionistas encarcelados. Pero, en el procés, seis meses es largo plazo. No hay que correr.