Dámaso Alonso afirmó que Antequera fue en el siglo XVII la ciudad con más poetas en proporción a su población. Impelido por tal dato (que me proporciona un artículo de El País sobre un congreso literario del año 2003) bajo a por mi automóvil y me dirijo a la ciudad; es sábado por la mañana, el aire corre como corre en esas mañanas primaverales de asueto. Veo más expectativas que nubes. Alegría. Viajar a Antequera, en realidad pasear hasta Antequera, es siempre gozo y buena perspectiva. Hoy voy espoleado por la tradición poética, en busca de su rastro, luego de acudir tantas veces incitado por la monumentalidad, la gastronomía o la idea de pasear invernal y mañaneramente muy abrigado, muy reconfortado, bien desayunado. Quisiera ver si la ciudad tiene esos rastros poéticos u otros, si veo poetas recitando versos por sus calles o veo poemarios en las esquinas y ventanas, versos en los dinteles y tejados, estrofas en las aceras y bordillos. Rimas en los estratocúmulos. Sonetos andaluzados, églogas surcando el viento.

Veo, enfilo, recorro y vuelvo sobre mis pasos por la Alameda, bulliciosa, con gente que camina hacia sus afanes. Cada día tiene su afán. El mío de hoy es la ensoñación, la fantasía, el dulce no hacer nada, la excursión, venir a pasar la jornada a una ciudad que no siendo la mía es la mía. Antequera se abre ante mí, conocida y visitada, vienen recuerdos de la Colegiata y la Alcazaba, tardes de adolescente paseo, mañanas agitadas de juventud mía que fue. Me resisto a que se vaya. La juventud, no Antequera.

Es clemente hoy la climatología. Mientras camino, mi acompañante sugiere tomar un aperitivo y yo voy cavilando sobre la posibilidad de escribir un artículo, este artículo, sobre Antequera y sus bondades, su atractivo y su carácter de ciudad acogedora. El artículo, la columna, va tomando forma en mi cabeza, estoy tentado de anotar alguna frase, pero eso detendría el buen ritmo que hemos cogido caminando. No conviene interrumpir el ritmo de un caminante que está haciendo camino al andar. El artículo saldrá, antequerano y quizás no redondo, pero sincero y fresco, no untuoso dado que el aceite es de la zona y por tanto más que manchar te inyecta salud y vitalidad. Un artículo que tenga su miga, como un buen mollete. El padre de un amigo, diplomático, tuvo a su hijo, mi amigo, enviándole por valija diplomática molletes antequeranos todas las semanas durante los dos años que el señor permaneció como cónsul general de España en una gran ciudad norteamericana. Cuando ligaba redoblaba la petición molleteril. Salvo si se emparejaba con una consumidora de cereales o partidaria del no desayuno. Eran las menos, aunque de todo hay en la viña del Señor. Del señor de verdad, no el señor diplomático.

Nos estamos acercando a la puerta de Estepa, pensando en viñas se ha acelerado la apetencia de ese aperitivo, la querencia a un tinto que reconforte. Me gustaría tomarlo frente al Arco de los Gigantes. Leyendo a Dámaso Alonso como colofón a la jornada cuando el día ya no lo sea: «El viento es un can sin dueño, que lame la noche inmensa. La noche no tiene sueño. Y el hombre, entre sueños, piensa».