Comentaba con Nono, a la salida de la misa de córpore insepulto de nuestro común compañero Carlos Larrañaga, que el tiempo de la misa es, posiblemente, el único rato en el que la vida - como la tenemos entendida - nos permite estar con nosotros mismos, reflexionando en cada recodo del rito que repetíamos sin saber cuando éramos niños. En ese rato han revoloteado mis mejores recuerdos con Carlos a la par que las palabras de consuelo que el sacerdote intentaba transmitirnos, en esa situación en la que te ves siempre pequeño, ajeno, acechado por un golpe que deje pendientes tantos planes, tantos panes y algunos perdones. En el acto de contrición cada golpe de pecho me sonaba a aldaba en puerta, a la que no llamé para simplemente preguntar qué tal estaba, a abrazo en espalda, a toque en la mesa recordando alguna de las mil anécdotas que siempre nos contábamos y de las que siempre nos reíamos. En más ocasiones de las que quisiera - me pasó también con mi inolvidado Jose Antonio - me he quedado no sin decir adiós, sino sin dar un «Hola» y un rato de charla intrascendente. Luego, todo es pena y debería, que poco aprovecha a quien se fue y mucho menos a quienes nos hemos quedado.

Hay que gastar más tarifa plana en llamar a quien nos importa y no nos espera, y tiempo en besar a los cercanos, mucho y bien. Hay que llenar las barras de encuentros y de risas y de momentos, antes de que nos echen el cierre y nos quedemos con el corazón en un puño dentro y las ganas de decir algo fuera.

Va con propósito de enmienda, Carlos, por poco que a ti ya te pueda importar.