Mi buen amigo don José Cabello, Pepe Cabello, fue uno de los grandes jardineros de mi pueblo, Marbella. Siempre fue ésta una tierra de jardineros admirables, esforzados maestros en su arte, dispensado con sabiduría y generosas virtudes. Hace poco que falleció. Los últimos años, con los problemas de salud propios de una edad ya avanzada, le pusieron a prueba en más de una ocasión. Tenía don José un temple fuerte. Como el de los buenos toreros. A cuyos ejemplos acudía con frecuencia. Y una bondad innata, que unida al buen humor y la filosofía de los que viven en esta tierra malagueña, nos permitió aprender mucho de él.

Decía el príncipe Alfonso de Hohenlohe que su Marbella era imbatible por su buena gente, sus jardines y su arquitectura andaluza. Su amigo el pianista Arturo Rubinstein estaba de acuerdo y añadía que en una noche de verano el aire de Marbella superaba al mejor champán. Tenían razón.

Vivía Pepe Cabello inmerso en sus sabidurías dentro de los ritmos y los códigos silenciosos de la naturaleza que nutre esta Marbella portentosa. Edénica en su espléndido marco entre el mar y una de las montañas más bellas del planeta, La Concha, en la proa de la Sierra Blanca. Es tierra resueltamente mediterránea aunque también con querencias atlánticas, como la cercana sierra de Grazalema, el lugar donde más llueve en España.

Es muy temprano y he abierto la ventana de la habitación donde trabajo. Los sonidos de un jardín por la noche son variados y algunas veces misteriosos. Mi amigo Pepe Cabello los conocía perfectamente. Como conocía perfectamente cada planta. Mis hijos, hace ya muchos años le llamaban el señor Pepe. También aprendieron de él. Cuando me llegó el momento de la jubilación me aconsejó que me dedicara al jardín de la casa. Era éste manejable, de dimensiones modestas y con la bendición de una tierra agradecida. Tenía razón mi amigo Pepe Cabello. Siempre se lo agradeceré.

Lo había escrito una vez aquel americano de Massachusetts, también sabio, el que fuera un buen amigo de Mark Twain, Charles Dudley Warner: "Tener un trozo de tierra, acariciarlo con un azadón, plantar semillas en él, y seguir a través de ellas el milagro de la vida, es una de las delicias de los humanos y sin duda lo más satisfactorio que una persona puede hacer." Recuerdo el afecto y el respeto que sentía por los jardineros de Marbella el maestro Jerry Huggins, el gran viverista inglés que se instaló en Marbella hace muchísimos años con sus plantas exóticas en la finca de Nueva Andalucía. Se expatrió a estas tierras cuando la bandera británica se arrió en Kenia y el Imperio entró en el mundo de las melancólicas añoranzas y los antiguos recuerdos.

Como discípulo de mi amigo Pepe Cabello, intento resolver durante estos años de jubilación las tareas y demandas de mantenimiento que se presentan sin parar en un jardín. Son muy valiosos sus antiguos consejos, expresados por él en una maravillosa habla andaluza: "Para podar, hay que esperar la menguante de enero". O aquello de que una buena "labraílla" siempre da vida a la planta. O la advertencia de que las plantas son como las personas. Siempre vale la pena tratarlas bien.