Naufraga la humanidad. En el mar, en el desierto, en el mundo con sus brazos convertidos en arrecifes y alambradas. No hay camino libre de cadáveres de un sueño bajo la arena, bajo las olas, bajo el ascensor donde la vida nunca mira a los ojos y hace del silencio su ceguera. Cada día nos lo recuerdan los periódicos, y las televisiones. Los no lugares en los que deja frágil huella la larga cifra en éxodo de hombres, de mujeres, de niños con los ojos callados de sangre y luz seca hacia lo lejos. Muchos más de los que embarcan su esperanza hacinada o cruzan fronteras con el mármol de la precaria supervivencia sobre los hombros. 5,5 millones con Siria a las espaldas que atrás también abandonan 2,5 millones de afganos; 1,4 millones de gentes de Sudán del sur; 1 millón de somalíes. Nada saben ellos de los que igualmente forman hormigueros bajo la lluvia del sol, partiendo de Honduras, de Guatemala, de El Salvador. Figuras empujadas al exilio a través de un paisaje deslumbrado a lo largo de las vías del tren, o camuflándose de noche de los ojos amarillos que custodian las puertas del paraíso con dientes de oro. Tampoco han oído, más allá de un lejano ruido como de langostas en el aire, sobre los 900 mil venezolanos rumbo a Brasil -ciento once mil más que hace dos años-. Ni de los 60 niños rohinyás que nacen al día en los asentamientos de Cox´s Bazar de Bangladesh, fruto de la violencia sexual con un éxodo en el vientre.

Números, guarismos, ceros a la izquierda de las dictaduras políticas, de las mafias que trafican con la incultura del hambre y un equívoco coraje sin salida. No hay día que su eco se derrame como espuma negra a los pies con los que salimos de una casa, de una oficina, de un supermercado con ofertas, de una iglesia o de un cine. No importa su arañazo ni su presagio sacudiendo nuestra conciencia. Enseguida se desvanecen o las desvanecemos. A un grito le sucede otro y otro, o los desplazan nuestras miradas hacia otro lado, y los análisis sobre el fútbol y la meteorología. Sólo vende el drama si se desnuda en directo con el morbo que sube la audiencia. La tragedia, la que de verdad te contrae el alma y a la garganta asciende la rabia como un amargo reflujo, tiene un breve aliento. Es un descocido en la conciencia que con cualquier evasión se repara rápido. También con el ardor hemos aprendido a hacer estómago.

Siempre el más fácil el olvido cuando la aflicción son los otros y nos pilla al otro lado. El mundo globalizado es sólo un gran zoco para la codicia económica de los que no tienen más tierra que el paraíso de su dinero a salvo. A ellos lo humano nada les importa. Es a nosotros, que vivimos sobre el vértigo del miedo para el que se trabaja, a los que más nos escuece la amenaza de lo que ocurre en los mundos del mundo, y es mejor no reconocerlo. No siempre es fácil tender una mano al frente, abrir la puerta, mendrugar lo poco que se tiene. Hay que levantarse mañana y el otro, y no son propicias las condiciones como para cargar encima con las ánimas de los miserables. Nadie está por socorrer a la esperanza cuando se trata de perros acosados por las hienas.

Menos mal que tenemos el teatro. El género más inhóspito de todos. La rebelde dramaturgia con vocación de herirnos de temblor con el eco de otra piel, de la vida de un tiempo simultáneo que nos engaña seduciéndonos despacio en la penumbra; colándose en el estómago; despertándonos en los ojos y en la conciencia una verdad por dentro, una saliva de dolor en la mirada frente a la que nos están denunciando el silencio que somos. Todo lo que hasta aquí les he contado, como un fuego que no quema, lo trata una espléndida obra de la que he sentido su desgarro disfrazado de lírico gemido, con dignidad de roca. De hienas y perros o el eco de los caníbales con un sobresaliente coral las cinco actrices y la directora que de la honda obra de Paco Bernal extrae el ritmo y el pulso, la carne y de su grito la verdad rasgada. Lo mismo que a María Martínez de Tejada la transforma en un ángel del arroyo, capaz de alumbrar la oscuridad con una poderosa credibilidad y el ácido aliento de tetrabrik; la misma que comparte en duelo con una Rocío Rubio verosímil y resuelta en la inocencia superviviente de una guiri víctima de la guerra y de las mafias, tierna belleza espectral de la embriaguez del racismo. Igual que transfigura a Virginia Nölting en la canción de nana de una madre coraje más allá de la muerte, una flor abisal cuyos relatos de travesía hacia la estrella del norte abrigan a los 20.927 muertos del mapa con fondo azul bajo una estrecha calle de agua entre el sufrimiento y el edén. Es responsable también su batuta performática de entrañas y lenguaje interior, entre lo onírico y lo expresionista, de esa maravillosa pareja lorquiana de hermanas, Asun Ayllón y Pilar Esteban «LaPili» que cogen entre los dedos los remordimientos y el amor, la memoria de la desbandá del 37 y su cicatriz, para zurcir de margaritas la tragedia y el corazón.

Es imposible hacer todo esto si la directora no ha sido actriz, no se ha curtido con brea, trabajo, y sin límites la vocación que estrenó en 1985 con Cinco cubiertos; qué curioso que 35 años después haya forjado otros cinco de plata, filo y fondo, con estas actrices elegidas entre las setenta y pico del casting. Se precisa ojo, olfato, talento y trayectoria para ser del teatro Mercedes León, una biznaga de Málaga, un Goya de mujer. Puro teatro ella, teatro de convicción y pellizco los siete, más lo que salen con nombre más chico pero merecido en el éxito de los créditos. Es De hienas y perros o el eco de los caníbales un excelente ejemplo del buen hacer de la productora municipal Factoría Echegaray, en el apoyo al tejido teatral y dancístico local. Siempre ha tenido Málaga una fuerte vocación escénica y un yacimiento del que han salido y salen prestigiosos nombres de la dramaturgia como Rafaela Aparicio, Fiorella Faltoyano, María Barranco, Antonio Banderas, Adelfa Soto, Juan Manuel Lara, Lola Marceli, Joaquín Núñez, Natalia Roig, Eduardo Velasco, Antonio Salazar, Miguel Guardiola, Fran Perea, Óscar Romero, Juan Hurtado, Miguel Gallego y tantos más, de cuyas trayectorias he disfrutado mucho desde años por mi trabajo. Fue un placer compartir entre ellos el estreno de esta obra en El Echegaray hasta el 3 de junio. No se la pierdan.

Pero sobre todo De hienas y perros o el eco de los caníbales es una lección sobre la construcción en pie del teatro. De cómo leer ambos textos, el de la narración de lo real con acotaciones y el escénico impreso con movimiento y sentido de los diálogos y las réplicas, de armar las transiciones, la luz que orla o susurra de fondo, las fotografías vivas que componen los actores -mujeres de talla en escena, en este caso- entre lo que son, lo que hacen, lo que transmiten. No hay instante durante la obra sobre un foso de arena sobre la que rompe la marea del viaje, del heroísmo y de la tragedia, en el que sus huidas, sus vueltas, sus arabescos a dúo, sus monólogos de agonía y esperanza insomne, no sean hipnóticos, en su mayoría, dibujos en negro de Munch y de Goya. Espléndidas Encarni, Bineka, Águeda, Victoria, Klari, ficciones en nombre, Ariadnas todas que tratan de no enloquecer en el laberinto de su éxodo y de su desahucio emocional. Cada una, las cinco, representa a esas otras mujeres reales, furtivas y fajadoras que, frente a la desolación escéptica, rivalizan con el destino, combativas por alcanzar el sueño que imaginan. No es extraño que al final de la obra, que se merece una gira nacional, sus fantasmas de las fronteras de arena, de mar, de fuego y sótano, se conviertan en rosas rojas sobre el escenario.

Ojalá en la vida real, también así lo fuera.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es