Ahora que la primavera ha dejado de ser agua y el sol aún se despereza, es un momento idóneo para pasear por Málaga. A mí me gusta hacerlo no solo por los sitios indicados para ello, como el centro histórico, los paseos marítimos o esa maravilla escondida que es el bosque de Gibralfaro, sino por cualquier lugar. Adentrarse en los barrios de Málaga sin rumbo fijo y levantando la vista más allá del tráfico y las tiendas nos muestra casas, edificios y construcciones que a veces revelan un encanto escondido: la primera impresión es que no debería estar ahí, como si fuera una belleza robada que hubiesen cambiado de su emplazamiento original; la segunda impresión -y más verdadera- es que nos hemos habituado a pensar que lo hermoso no corresponde a lo cotidiano, a los espacios donde hay ropa tendida, algarabía infantil y macetas en las balcones. Desasirse de esa idea te libera y te hace, más que turista en tu propia ciudad, un buscador de tesoros urbanos, de piezas de arte inesperadas. Como les ocurre a los catadores de vinos, tu olfato se vuelve más entrenado y se abre a más aromas y posibilidades, a tipos de creación artística que podrían pasar desapercibidos si buscaras solo lo perfecto, lo geométrico o lo caro. No todo vale en este juego y a veces puedes deambular durante horas o días sin lograr encontrar algo que justifique las caminatas: ¿quién dijo que iba a ser fácil? Y quizás esa es una de las gracias de este ejercicio de paseante desbrujulado, acostumbrarse a no pedir nada a cambio sin dejar de tener la esperanza de obtenerlo, pudiendo descubrir en la esquina más inesperada un prodigio sencillo, estrafalario, atrevido o sutil.

En este museo despreocupado y sorprendente destacan de manera especial las terrazas y los balcones. Un balcón es un trocito de aire robado al viento, que pertenece a nuestra casa pero no tanto. En ellos, la imaginación de la persona que vive dentro se suele desatar en una suerte de combinación aleatoria entre trastero al aire libre y atrevimiento floral. En las terrazas y los balcones, muchas veces hibernan las bicis, cubiertas por un plastiquete tranquilizador que nos hace mantener la ilusión de que las cuidamos para algún día volver a cogerlas; tampoco es raro encontrar módulos de muebles que antaño ocuparan con orgullo una pared del salón o de un dormitorio y que ahora son universos desvencijados y paralelos, donde guardamos todo lo que pensamos que podríamos usar algún día pero en los que nunca encontraremos nada que nos pueda resultar útil; en cierto sentido hacen de subconsciente de la casa, de espacio surrealista en el que, como en la mesa de operaciones de Lautréamont, podemos deleitarnos con la belleza del encuentro fortuito de una linterna sin pilas y un paraguas.

Y por supuesto, están las macetas. Desafío paciente y complicidad con esa naturaleza que nos queda lejos, que necesitamos sentir aunque solo sea cuando las regamos. Si, como decía Cortázar, quien te regala un reloj te regala también la obligación de darle cuerda, quien te obsequia con una maceta te obliga a cuidarla -o al menos, a intentarlo-, pero también te entrega una rutina meditativa, de contacto con nuestra dimensión vegetal, de atención plena siquiera unos minutos en un acto sencillo de dar energía y vida a esos seres que decidieron no tener pies. Además, con las macetas regaladas vienen, cuando te vas de viaje, las amistades que entran en casa para regarlas, una de las rarísimas excepciones en las que dejamos entrar a alguien sin estar nosotros, y confiar en alguien así siempre es sano.

Las macetas son pedacitos del jardín que no tenemos pero que sigue siendo nuestro, como las llaves de las casas que ya no existen que aún guardan los descendientes de musulmanes y sefarditas que fueron expulsados de España. Y claro que hay auténticos prodigios, cascadas vegetales que se asoman a la calle, que regalan frescor y pinceladas de colores y que atraen al ingrediente móvil y sonoro: los pájaros. Revolotean incesantes entre las macetas, trinan, incluso algunos anidan, como le ha ocurrido recientemente a mi amigo Jose, que cuenta con la compañía de una pareja de cernícalos primillas. Así es el arte y la vida.