A finales de la década de los setenta pasé un tiempo en Viena, la antigua capital del Imperio Austro-Húngaro, becado en la Diplomatische Akademie, sita en el Collegium Theresianum, la institución educativa que la emperatriz María Teresa fundó en dicho palacio, tras la muerte de su padre Carlos VI, acaecida en este lugar. Antiguos alumnos de esta prestigiosa escuela han sido personajes de la talla de Joseph Radetzky, Alfonso XII, Joseph Schumpeter, Coudenhove-Kalergi, Ernst Gombrich y Kurt Waldheim, secretario general de Naciones Unidas, cuyo oscuro pasado nazi se descubrió al final de su vida. Cada año, estudiantes de todo el mundo acuden allí para ampliación de estudios y para convivir en un ambiente presuntamente abierto a todas las ideas y opiniones. Y por supuesto, abierto a todas las razas.

En aquellos años, estudiar allí era especialmente interesante porque daba la oportunidad de respirar el aire que venia del cercano telón de acero y de los países que, tras el mismo, disfrutaban del bienestar que el mundo soviético deparaba a los que tenían la suerte de vivir en él. La estancia en Viena me dio la oportunidad de cruzar varias veces la frontera con la entonces Checoslovaquia y con Hungría, pero esa es otra historia. En España acabábamos de estrenar la libertad. La capital austríaca era un lugar amable en el que la grandeza del pasado se mezclaba con un cierto ambiente de pastelería cursi, llena de ancianas que vivían y paseaban solas y donde la alegría solo se vislumbraba tímidamente en las vinotecas donde se estrenaba el heuriger, el vino blanco de la nueva cosecha.

La vida en el Theresianum se deslizaba tranquila entre clases, conferencias y múltiples actividades culturales organizadas y los conciertos a los que podíamos asistir con mucho esfuerzo. Nada parecía turbar una tranquila vida académica de estudio, reflexión y debate.

Un día ocurrió algo que a muchos nos hizo descubrir que no todo era tan placido, bajo la superficie azul. Las mesas del comedor eran colectivas, no recuerdo si para ocho o diez personas. Por afinidad de caracteres, o por alguna razón que no recuerdo, solíamos comer un grupo de seis o siete españoles y franceses y algún italiano. Blancos y europeos. Siempre quedaban uno o dos lugares libres. Una noche llegó un chico que se presentó y se sentó a la mesa. Era malayo, de rasgos muy pronunciados. La conversación siguió con absoluta normalidad hasta que llegó la jefa de comedor, una señora austríaca, muy alta, muy enérgica, muy germánica, a la que llamábamos la coronela. Con absoluta tranquilidad y en francés, que era el idioma habitual de comunicación, nos preguntó, refiriéndose al chico malayo: "Perdón, ¿les importa que este señor esté sentado aquí? Si les importa, le digo que se levante".

Hace unos años estuve invitado a una boda en una de esas fincas que rodean Madrid y que en las noches de verano ofrecen un ambiente relajado, cuando el aire cálido empieza a remitir, huele a hierba fresca y los camareros sirven la cena, mientras suena una orquesta de cámara. En la mesa en la que yo estaba, el ambiente era muy divertido, los comensales eran personas cultas y la conversación transcurría chispeante y amena. Todos éramos españoles, andaluces, con excepción de una pareja elegante, muy guapos ambos, con un cierto aire de decadencia contenida. Catalanes de Barcelona. Alta burguesía. Gauche divine. En un momento determinado, ella comentó:" Qué divertido es esto. Sois andaluces y de derechas. Nunca había estado en una mesa así. Y sois, prácticamente..."¿Normales?, dijo el más ágil mentalmente de nosotros.

En el verano del 2010 hice un maravillosos viaje en coche desde Nueva York a Montreal. El paisaje de la costa este de Estados Unidos es de una belleza deslumbrante. Subimos por las montañas Catskills y bajamos por Massachussets, Delaware y Connecticut. Montreal es una ciudad civilizada, culta, abierta, con ese toque europeo del Canadá, con un centro histórico que recuerda a cualquier pequeña ciudad francesa de provincias. La bandera canadiense no se ve. Literalmente. No está. No existe allí. En cualquier edificio, restaurante, esquina, o calle, la bellísima enseña celeste, cuartelada en cuatro por una cruz blanca y una flor de lis también blanca en cada cuartel, ondea al viento del inmenso río San Lorenzo.

La primera noche fuimos a cenar al restaurante de la Escuela de Hostelería, cocina francesa pura. Habíamos comprado vino en una tienda adyacente, por el tema de la licencia para vender alcohol, tan propia de la hipócrita fiscalidad imperante. Estábamos comentando el tema en español, cuando llegó la recepcionista para atendernos. Empezamos a hablar con ella en inglés, pero rápidamente nos cortó en seco, muy amable, pero sin dar opción ninguna: "Si no les importa en francés, por favor, o en español. En inglés, no".

Por aquellos días se celebraban elecciones en Canadá. La foto que ilustra el articulo la tomé personalmente en aquella ocasión. Fíjense en el eslogan del cartel electoral. Junto al nombre del candidato del Bloque Quebequés, aparece una expresión: "¡Presente!". ¿Les recuerda algo?

He narrado aquí tres momentos de mi vida con tres incidentes distintos, en diferentes lugares del mundo y con personas absolutamente dispares. Podría haber contado varios más, pero creo que estos tres son suficientes. Todos hemos sufrido momentos desagradables. En los tres está presente el tema de la raza superior. Todo ello entre sonrisas, educadamente, diciendo por favor, casi como en una pavana. En el primero, en forma racista pura y dura, tan propio de esa mitteleuropa, que no solo ofrece esta cara en su área luterana, sino también en la católica Austria, que acogió el Anchluss con los brazos abiertos, aunque en su escudo muestre un águila con las cadenas rotas, por haber conseguido escapar del universo soviético. En el segundo, la ironía que da el sentirse superior entre compatriotas, el mirar por encima del hombro, el condescender a considerar a uno como prácticamente normal. En el tercero, la lengua, que se inventó y creó para que los cuasi primates que acababan de ponerse de pie, de erguirse, se comunicaran entre ellos.

No hay más que decir.