Durante los últimos días la sociedad española -con sus políticos al frente- está siendo sometida a una prueba de madurez. Por diversos avatares de la normalidad democrática, en apenas unas horas, un Gobierno fue desalojado del poder y otro le ha sustituido. Se ha discutido -y se sigue discutiendo- hasta la saciedad sobre si se han cruzado ciertos límites, si se han utilizado tretas, si se ha pactado con el diablo, si lo sucedido es bueno o malo para España.

El sistema democrático sobre el que nos hemos puesto de acuerdo -para bien y para mal- es ese. Si se ha producido alguna ilegalidad, que se denuncie, que para eso hay una justicia. Sí, una justicia intachable cuando condena a un partido en el Gobierno y reprobable cuando dicta sentencias impopulares como la de ´la Manada´. Una justicia humana -como la democracia-, la menos mala de las justicias posibles.

La triunfante moción de censura ha ofrecido imágenes muy instructivas. Así, ha dejado al descubierto a aquellos que no saben perder, pero también a los que no saben ganar. Entre los primeros, se encuentra la temperamental diputada Celia Villalobos con su tan poco educada reacción ante la periodista Ana Pastor: «Os vais a aburrir mucho en la Sexta sin tener al PP dándole caña todo el puto día».

Entre los que no saben ganar -aunque está por ver si ha ganado algo-, se lleva la palma Juan Carlos Monedero reteniendo a Soraya Sáenz de Santamaría, sujetándola fuertemente por los hombros y espetándole un resentido: «me alegro de que os vayáis». Desgraciadamente, se ha convertido en la imagen de esta moción de censura, muy por encima del apretón de manos de Rajoy y Sánchez, que más o menos frío, es el símbolo de la alternancia democrática.

No fue el único gesto estrambótico del doctor Monedero. La imagen lanzándose a tocar al recién investido presidente Sánchez, como si tocara el manto de la Virgen del Pilar, tampoco deja en muy buen lugar al politólogo. Ante la mirada atónita de los guardaespaldas, el miembro del público vestido de morado -no tiene más cargos que se sepa-, se lanzó sobre Sánchez con un gesto desmedido y que no parecía tener otro fin que tocar poder.

Todo debe de formar parte de esa eterna búsqueda de la inalcanzable madurez democrática en la que nos hayamos inmersos los españoles. Así que no debería sorprendernos. Cuando Felipe González barrió en las elecciones del 82, se dijo que con el primer gobierno socialista se consolidaba la democracia. En 1996, cuando Aznar consiguió de nuevo el poder para el centro-derecha, se repitió que en ese momento sí, con la alternancia, la democracia alcanzaba la madurez. Pero hete aquí que cuando en 2004 es el socialista Zapatero quien inesperadamente gana las elecciones, se insiste en la gran madurez del pueblo español, que ha sabido sobreponerse al mazazo de la masacre del 11-M. Algo similar se dijo en 2011 cuando los españoles dieron el poder a los conservadores para salvar al país de una demoledora crisis económica. Y llegados al presente, tras una interminable transición, hay quien sostiene que esto sí que es democracia: ya no hay bipartidismo y la alianza de pequeños partidos acaba con un gobierno mayoritario. Decía el no suficientemente recordado filósofo hispano norteamericano George Santayana que «el que no aprende de la experiencia vivirá una perpetua infancia». Y va a ser verdad.

Llevamos cuarenta años bajo el régimen del 78 -en terminología de la llamada nueva política- y el sistema muestra síntomas de cansancio propios de la edad, pero está fuerte como un roble. Para soportar estos envites y muchos más. Nadie está conforme, claro. Hay quien cree que hay que convocar elecciones de inmediato y quien no. Hay quien se ofende porque Sánchez no juró ante el crucifijo y no saludó correctamente al Rey. Hay quien se ofende porque no se hubieran quitado antes los símbolos religiosos. Todo es asumible, todo cabe y todo forma parte del juego democrático. Ni los tanques están en la calle, ni las multitudes enfervorizadas queman iglesias. Eso sí, convendría no dar manotazos a los micrófonos y no agarrar a los bajitos por los hombros, perdonándoles la vida en plan abusón. Porque nos puede pasar como a los niños que empiezan jugando a darse golpes y acaban pelándose.