Más allá de lo que marca la realidad de los hechos, el sesgo ideológico determina parte de nuestras emociones. La neurociencia sostiene que juzgamos conforme a un marco intuitivo que, en gran medida, es el de nuestra adolescencia y que se corresponde básicamente con un sistema de creencias, ya sea profano o religioso. Del papa «malo» -Ratzinger- al papa «bueno» -Bergoglio- hubo apenas una distancia de días que casa más con una gestualidad diferente que con unas políticas concretas. También España -según algunos- ha pasado de ser un país en retroceso democrático a una nueva Dinamarca del sur, avanzada en la conquista de derechos civiles, dialogante y moderna. Ha sido -otra vez- cuestión de días, casi de horas: el nombre de algunos ministros, la presencia mayoritaria de mujeres, el eco mediático dentro y fuera del país. Se diría que, tras el invierno popular, llega la primavera socialista.

Si constato esta sorprendente mutación en el ánimo colectivo, no es porque piense que no tengamos motivos para ello -de hecho creo que la ausencia de discurso político de Mariano Rajoy fue suicida-, sino simplemente para observar la importancia del encuadre ideológico predominante en una sociedad a la hora de explicar sus reacciones instintivas. Es difícil romper ese marco -ya sea el nacionalista en el País Vasco y en Cataluña, o el socialista en el resto de España- cuando ciertas ideas adquieren un peso protagonista.

Ni siquiera el paso del tiempo permite juzgar los hechos sin el concurso de las ideas -juzgar con ecuanimidad, quiero decir.

Frente a los que creen que vivimos en un mundo cada vez más material, cabe sostener lo contrario: nuestra prosperidad se asienta en la deuda, el dinero es una convención, el papel desaparece en favor de los medios digitales. Las grandes empresas de hoy no son ya las petroleras ni las eléctricas, sino buscadores de internet como Google/Alphabet, redes sociales como Facebook y Twitter o proveedores de ocio como Netflix. Nuestro materialismo se asienta en el manoseo de unas emociones que nos permitan sentirnos buenos e importantes, y no culpables o secundarios, en el teatro de la comedia que es la vida social.

En la política no sucede algo muy distinto. Cuentan los hechos -por supuesto-, pero sólo hasta el punto de que no contradigan nuestras ideas ni nuestras creencias, tan íntimamente ligadas. Por eso el paso del tiempo nos permite alejarnos de las pasiones del momento, pero no nos previene de la ceguera de otra época. Al fin y al cabo, releemos constantemente la historia como nos gusta que suene.

El relato de los años de Rajoy en la Moncloa estará inevitablemente sesgado por la ideología. Para algunos, su etapa de gobierno ha logrado salvar al país del desastre económico que dejó el anterior ejecutivo socialista. España es hoy indudablemente un país más próspero, flexible y competitivo que en 2010. Para otros, sin embargo, Rajoy es el epítome de la corrupción y el gran responsable de la crisis catalana. Seguramente no ha sido ni una cosa ni la otra, sino un hombre adecuado para determinados retos e inadecuado para otros. Un político tranquilo, sobrio y austero. No un presidente imaginativo que haya podido ofrecer una visión de Estado ni soñar con otros horizontes que no fueran los de la gestión cotidiana. Se enfrentó a desafíos inauditos en nuestra historia reciente: el peligro de la quiebra del euro, la voladura del sistema financiero, la deslealtad autonómica del nacionalismo, el malestar social, el retorno de la tentación populista en todo Occidente.

Al igual que Merkel, intuyó que la burocracia constituía la mejor herramienta de contención en épocas de crisis. La suya fue siempre un actitud defensiva, excesivamente prudente, que dejaba el dominio del campo al adversario. La corrupción fue segando su camino; primero lentamente, luego de forma acelerada.

Su mayor error fue la ausencia de ambición intelectual, de política en mayúsculas. Prefirió, en cambio, amortiguar la voz del gobierno.

Descreyó de todo aquello en lo que ahora cree Sánchez: el dinamismo gubernamental, el marketing, el buenismo social.

Pensó que los hechos terminarían dándole la razón; pero los hechos, sin las ideas, rara vez conceden el triunfo.