Este es aquí, entre nosotros, el traidor por antonomasia, el prototraidor de España. Según la versión árabe, don Julián entró en contacto con Musa para señalarle la extrema debilidad de la monarquía visigoda invitándole, para que lo comprobara, a enviar tropas e invadir la península. Como ha sucedido siempre con aquellos a los que el relato histórico tilda de traidores, sus nombres propios nos llegan envueltos en variantes que los terminan desindividualizando y se suporponen leyendas engañosas sobre sus orígenes para desubicarlos. Otras veces, el prototipo es una imagen especular y genética de una saga de traidores, como en el quiasmo que todos recordamos del romance: "Llámase Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido..."

Si se consigue generar la imagen pública de una traición, perfilar el rostro ambiguo y sospechoso del traidor, se habrá conseguido anular para siempre la figura individual de la víctima, diluyéndola en la maldad intrínseca de la saga de los de su género. Siendo así que el final de todo ello es convertirlos en prototipos sin nombre propio y en gente de ningún sitio, como corresponde al carácter desnaturalizado de su delito. Por esto, don Julián es también Urbán o Urbano, Olbán, y Yulián y es, según las fuentes, godo, persa, bizantino o bereber. Y sus motivos obscuros para la traición encuentran la mejor coartada en una falta de honor privado. En nuestro caso, en una hermosa, malvada y, como no, infiel mujer: su hija, la legendaria Cava.

En esa operación andan metidos ahora muchos en esta triste España nuestra. Entenderán que la llame triste si leen la "edtitorial" de César Vidal, uno de los más preclaros historiadores revisionistas de la derecha española, en "La Linterna", el programa de la cadena de radio arzobispal. En ella, Vidal establece un maniqueo paralelo entre las prevenciones contra el delito de traición y su castigo (la pena de muerte) de la "Lex Apuleya Magestate" del siglo I romano y la supuesta "traición" del presidente Rodríguez Zapatero, que concentra su buena suerte en que sus conciudadanos hubieran considerado traidores (a él y a sus seguidores; ¿incluirá entre ellos a sus millones de votantes?) a su patria en la Roma republicana y "hubieran ejectuado en ellos la pena que estipulaba la Lex Apuleya", esto es, la de muerte.

Triste España si "titoslivios" de este calibre son sus historiadores. Éste, en cuestión, lleva tiempo en la tarea: ya lo hizo en un libro deleznable sobre la masonería, ayudando a expandir la especie de que el presidente es, y cómo no, también masón. Mucha gente hay en la triste patria mezclando especies sin parar para conseguir, como con don Julián pasó, que el nombre propio del presidente se diluya en mil falsos nombres, que su palabra se confunda con los murmullos secretos del traidor y su origen e intenciones queden enredados para siempre entre las viscosidades de la tela de araña de cualquier condición de las que tienen tradición entre nosotros: sea judío, rojo o masón.

La partitura del bolero por la pérdida de España es tan burda, la música es tan pachanguera, los instrumentistas tan desafinados que si no fuera por la violencia, cárceles y exilios que la palabra traición en cien mil sentencias, delaciones y listas negras ha generado en nuestro pueblo, sería para reír un rato entre socarronerías en una charla de amigos en el descanso de un partido del Mundial.

Me he enterado, por cierto, que una cervecera austriaca realiza una petición pública a sus clientes para que devuelvan más pronto que tarde las botellas que consuman, porque se han quedado sin existencias para el Mundial de fútbol de Alemania. Toménese su cerveza mis lectores en hora buena en los partidos, pero si mal no viene, dediquen un rato a pensar en todo esto de las acusaciones frívolas y públicas de traiciones que sólo mal esconden caníbales luchas por el poder. Porque no es lo mismo gritar "gol" que gritar "gol" con la selección de España por delante, si lo piensan bien, en esta España nuestra.