Se acabó. Definitivamente lo han logrado. Justo cuando se desvanecen los gritos y los bastonazos junto a mi ventana, me preparo secretamente para el rito. Lo primero será anudar en los balcones una bandera blanca. Más tarde vendrá el atado y la prolongación de la sombra de una tierra inhabitable, la liturgia de las armas, al más puro estilo galo, con mis hojas de valeriana y mi almohada inservible arrojada a los bajos de los cofrades. El rito de la capitulación. De la negación, de la renuncia, de la derrota. Los próximos siete días serán los últimos de una cadena muy larga, con sus movimientos de exilio, de resistencia e, incluso, de rabietas y contraataques insignificantes. Mi última Semana Santa en el centro. Con toda la letra pequeña de agradecimientos para el Ayuntamiento y la política de horarios de los muy señores cofrades.

Cualquiera pensaría en un planteamiento de defensa a la franciscana. Quedan sólo siete días. La cercanía de la salvación, sin embargo, no atempera el ánimo. Es como acariciar la cola sibilina de una nube, como estar a punto de naufragar dura y profundamente en la boca de la gran ballena negra, la ballena de la retirada. La proximidad encrespa el carácter, afea el rictus frente al vigor de los tambores. La consecuencia bestia, la consecuencia cofrade. El hecho de declarar la Semana Santa sin resquicios, como si fuera un estado de ánimo. Málaga y sus fiestas insoslayables, alargadas hasta en la última baldosa del centro. Una especie de sanfermines con el toro hasta en el crucero de la iglesia, con el morlaco subido a la garita de los quioscos y las camillas de los hospitales. Semana Santa total. Con clarines, preludios, traslados y after hours.

Sin duda, un ejército con masa, con peso cosmológico. No sé por qué nos empeñamos en pedir piedad y alternativas, esa cosa tan francesa de permitir que los no aficionados puedan escapar de la autoridad democrática del resto, que aritméticamente siempre serán los que mandan. Bastaba con un pasillo. Con un horario decente y cristiano. Pero no. Dejo mi casa libre. Lo digo por si alguien, digamos un presidente de la agrupación, un consejero, un alcalde, quiere vivir de cerca la nocturnidad encendida de las procesiones y de los camiones de Limasa. Y luego levantarse con la fresca para trabajar. Después de El Cautivo. Con una pátina gloriosa.

Otra vez la vibración de las trompetas y su santa castaña. La onda expansiva contra los cristales, muriendo lentamente en su pasión sonora. El folclore vence. Digo, a la postre, lo mismo que las cabras. Siete días siete. Aunque parece que no hay remedio. La Semana Santa descansará sobre mis hombros. Y con ella mi piel de tambor. Esperando el redoble de la feria, del último grito en parrandas Erasmus, de la barra libre para las terrazas de los bares. El centro te convierte en barricada. Con tus horas tristes y alegres. Midiendo desconsoladamente la invasión de las trompetas, de las risas, de los cánticos marciales. Con lo bien y dulce y teresiano que sonaba. Recogimiento y oración. Pero no. Para las procesiones no existe la crisis ni los presupuestos generales. Recorten, señores, recorten. Aunque sea en el fliscorno. La música interior. Como en San Juan de la Cruz. Para adentro. Rollo tantra.