­La plaza de toros de La Malagueta lucía ayer espectacular, con las tablas de barrera y contrabarrera decoradas de forma especial por el pintor Loren para la Corrida Picassiana.

Con el pelo ensortijado y su poco más de metro de altura, con su camisa rosa de mangas largas remangada hasta el codo y unas bermudas azules, un pequeño aprendiz de aficionado cogido de la mano de su abuelo, este también camisa rosa y pantalón azul (seguro que no por casualidad), se afana con sus pequeñas manos en coger todo lo que puede del puestecillo de chuches de la puerta de la plaza, en el que hoy parece tener vía libre. «¿Puedo coger este también?», pregunta mirando hacia arriba buscando los ojos de quien le ampara. «Claro, Gonzalo, los que quieras», le espeta orgulloso el abuelo. Con dos bolsas repletas de entretenimiento para pasar la tarde en una mano y las entradas en la otra suben las escalerillas del coso con la ilusión del abuelo en la mirada y la mirada del pequeño fija en sus provisiones. Y mientras los pierdo por el gentío, ahí van experiencia y futuro, me desconcierto al salir por la bocana. Me impresionó. Me hago pequeña como el chavalillo de la puerta y me encojo al ver cómo me miran los ojos de Picasso desde las puertas del ruedo. Espectacular, precioso el trabajo del pintor Loren para la Corrida Picassiana. Un mar de tablas de barrera y contrabarrera emborrachadas de arte (un toreo por aquí, los trazos pintados a muletazos por los diestros Conde y Vega por allá) y en los burladeros€ minotauros que hundían sus cuerpos en el albero. Emocionada, waseo con quien sé que va a entender mi emoción, la directora del Museo Carmen Thyssen, Lourdes Moreno, que además de enamorada de su pinacoteca, es una de esas tantas mujeres marcadas por Picasso. «No sabes cómo está la plaza». Y le envío una foto. «Está preciosa», me contesta, rematándome con un: «Espero que sea una tarde a la altura del genio». La tarde empezaba con arte hasta en los tendidos con el diestro Julio Aparicio, el cantaor Antonio Carbonell, el guitarrista Pepito Carbonell o el pintor Evaristo Guerra, entre otros. Vaya, no pintaba (y nunca mejor dicho) mal la tarde. Y sonó el paseíllo y los tres toreros con su pincelada, Javier Conde, con un espectacular vestido pintado a mano por Eugenio Chicano, de increíbles estrellas picassianas; Salvador Vega, con un traje de torear a imitación del que el propio Picasso diseñara para Dominguín (nos chivan nuestros compañeros de la radio); y Saúl Jiménez Fortes, con un maravilloso capote de paseo blanco pintado con tauromaquias picassianas. Una antesala de lujo, pienso, mientras coincido muy cerca del pequeño y su abuelo. «No pongas los zapatos en las sillas», le dice el abuelo sin quitar la vista del ruedo. «¿Pero€ ¿cómo me ves?», se sorprende el niño. «Porque como a los toros, nunca se te puede perder de vista», le dice sonriendo.

Y el chiquillo continúa comiendo sus palomitas, impresionado por el comentario del abuelo, que minutos más tarde, será el impresionado por la valoración del nieto. «¿Qué es lo que más te ha gustado?». «A mí, cuando el toro ha tirado al caballo, abuelo». Cara de asombro y sonrisa en los labios, mientras a buen seguro va pensando€ Qué le vamos a hacer, poco a poco se irá o no construyendo al aficionado.