A veces la Semana Santa se reduce a unos segundos. En este caso, a una simple medalla, sencilla, con los rostros del Nazareno de la Pasión y la Virgen del Amor Doloroso. Una medalla regalada por un nazareno cuando uno no se lo espera (gracias Paco Pepe) y que viene a conectar con todo un torrente de recuerdos y sensaciones. Porque al final la Semana Santa bebe mucho de esa parte emotiva. Como cuando el silencio se hace en la plaza de los Mártires y eso permite ver la Semana Santa de otra forma. Sin la distracción del bullicio y los gritos, las instrucciones de los capataces se hacen más evidentes ("Un poco a la izquierda. La cola, corregid hacia la derecha. Poco a poco"), el olor de la cera quemada, de las rosas blancas que adornan el trono de la Virgen del Amor Doloroso, el susurro del roce de las túnicas y de los pasos de los integrantes de la procesión, las campanas de los mayordomos nazarenos o los matices de una marcha. Son pequeños detalles que a veces se escapan en la vorágine en la que se convierte el Centro y que se pudieron experimentar, si se está predispuesto, en la salida de la Archicofradía de la Pasión, en la plaza de los Mártires, y el primer tramo por la calle Santa Lucía.

Las largas filas de nazareno que salieron del interior de los Mártires atestiguan el trabajo interno de una hermandad que ha sabido darle al penitente el valor que le corresponde, llenando las filas de jóvenes, pero también de adultos que renuevan su compromiso nazareno. Las faraonas de los portadores aumenta el valor de la penitencia. El anonimato y el silencio se convierten en evidencia y estridencia del mensaje de recogimiento, devoción y fe que esta archicofradía imprime en sus hermanos. Suena 'España llora' en Santa Lucía tras el trono de la Virgen del Amor Doloroso, interpretada por la Banda Municipal de Música de Arahal (que repite tras salir con Lágrimas y Favores el Domingo de Ramos), y la música acompaña a la perfección a esa puesta en escena que busca reforzar el mensaje evangélico de la Pasión de Jesús. O 'Misericordia isleña', interpretada por la Banda de Cornetas y Tambores de la Esperanza en la salida del Nazareno y que entronca con un repertorio muy clásico y acorde con el carácter de la hermandad.

La procesión de la archicofradía está formada por muchos detalles, siempre puestos al servicio del objetivo final. Nazarenos ordenados con túnicas moradas de tela recia y austera, ceñidas con esparto. Plata y oro para la Virgen, reina y madre que luce su esplendor en su trono repujado, elegante con su palio ochavado y su manto granate. A todo se le puede poner un 'pero' y en este caso llamó la atención la lejanía de la Banda de Cornetas y Tambores de la Esperanza del trono, ya que en medio había insertada una larga sección de nazarenos con cruces y penitentes.

Sin embargo, eso es lo que todos ven, aunque al final la Semana Santa es una experiencia personal. Y en este caso, a mí se me ha reducido este año a una simple medalla. Un gesto que hace saltar recuerdos de nazareno y de portador, de una devoción surgida en la adolescencia casi por casualidad y de un sentido de pertenencia a un colectivo como es la archicofradía, pero también con el resto de las hermandades. Es una medalla sin pretensiones y sencilla, como muchas otras, pero que ha logrado resumir vivencias y sensaciones. La Semana Santa es una mezcla de experiencias y creencias que conecta nuestro pasado con nuestro presente, nuestra cabeza con nuestros sentidos y las emociones como pegamento de todo. Si una medalla ha conseguido todo esto, qué no conseguirá una procesión como la archicofradía de la Pasión entrando en la Catedral.