Ni una taxonomía. Ni un canon. Ni un triste listín. Ni siquiera una hoja funcional, tipo Excel, con asignación de valores numéricos modelo Champions League. Con la Semana Santa se ha perdido otra oportunidad perfecta para el orden y la clasificación. De nuevo, el subjetivismo puro. Por más que pregunto a los especialistas, no hay nadie que sepa responderme acerca de los valores estéticos, sociológicos y folclóricos que hacen que una procesión esté más cualificada que otra y que un conjunto de ellas, arracimadas en el programa de mano de los siete días siete, supere al equivalente de otra ciudad. En su acepción religiosa, desconozco si existe alguna jerarquía entre experiencias que pueda parecerse al rigor científico, si en el asunto extático, místico y devoto se aprecian disimilitudes de grado o de nivel. San Juan de la Cruz distinguía diferentes estadios de gloria y de fervor, aunque en cuestiones hagiográficas, en caso de confrontación, estoy convencido de que gana San José de Cupertino, el fraile que, según Blaise Cendrars, acostumbraba a volar hacia atrás durante raptos inflamados de amor, atmósferico y empíreo, a las alturas.

Personalmente lo ignoro casi todo de las epifanías, pero sé lo suficiente de mecánica newtoniana para entender que si uno es santo y, además, vuela hacia atrás puede estar seguro de su supremacía. Es como un gancho de izquierda al resto de iconos de la cristiandad. El santo pichichi, el santo campeón. De momento, no he visto a ningún aficionado a la Semana Santa en esos arrebatos de ligereza, al menos, sin la ayuda del helicóptero de protección civil. El asunto se complica. Si se atiende al componente folclórico, tampoco hay manera de encontrar consenso. El aforo, en este caso, no dice nada. Se podría convenir que las procesiones de las ciudades con mayor consistencia demográfica son las mejores, pero lo cuantitativo, ni siquiera en estos pagos de manto y tronío, resulta determinante. Experiencias como las de los seguidores de Andy y Lucas o Alejandro Sanz enseñan a diario que la gracia no se identifica necesariamente con la cuestión física del volumen y la magnitud. De pequeño, en mi pueblo, de apenas 38.000 habitantes, todo el mundo aseguraba que su Semana Santa era la mejor de España. Si acaso, algunos, más fraternales, concedían un empate técnico con la de Sevilla. Una equivalencia que ni siquiera vale en un radio de cuarenta kilómetros, y, mucho menos, en Málaga, donde este tipo de relaciones son conflictivas, quizá porque en la Junta no gobierna el PP. Los granadinos creen que las cofradías de Granada son las mejores, en Jerez se confía en la hegemonía de sus procesiones, los de Huelva están con Huelva, y en la Alsacia, tierra de infieles, puede que alguno monte su estampa en un borrico y decrete el triunfo del folclore español a la francesa junto a la orilla del Rin. El canon, además, se vuelve más barroco. No hay competencia entre ciudades, sino también entre agrupaciones. Se grita Semana Santa y se grita patria y pueblo y asociación de vecinos y bandera y callejón. Una exaltación de las bondades del territorio, del escudo municipal. Tanta rivalidad sotto voce se podía hacer oficial. Piensen por ejemplo en las ventajas de un certamen, con cardenales en el jurado. Y la palma (de oro). Tipo Cannes.