Toda persona que participa en alguna de las procesiones que realizan las cofradías tiene a su lado a alguien durante, como mínimo, el 50 por ciento del recorrido. Según la edad puede ser la madre, la novia o la esposa. Pero siempre hay alguien. Ahí. Perenne. Como las farolas. Es la madre del cofrade.

Si revisamos cualquier fotografía de una trono en la calle veremos, junto a éste, a decenas de personas mirando hacia arriba. A la Virgen o al Señor en su trono procesional. Menos una. Una que no mira al cielo. Ella tiene el cuello salido cual jirafa comiendo del árbol. Está de puntillas. Sostiene un botellín de agua con su mano izquierda y con la derecha presiona su pecho, supongo, que intentando que el cuello no se descuelgue.

Y no habla. Solamente reproduce un sonido serpenteante una y otra vez. «Pttttsssssssssss. Ptttttsssssss».

Es ella.

Da igual si vas de nazareno o de hombre de trono. No importa. Alguien irá a verte. Desde hace semanas, las fabricas de KitKat y Huesitos van a marchas forzadas. No duermen. Se escuchan las voces del jefe de fábrica: «¡¡¡Corred, que llegan las madres a por sus Huesitos para los hijos en el trono!!!».

Y así es. Efectivamente. Cuando una hermandad se planta en la calle, lo hace a su vez otra de manera paralela. La de las madres y esposas. Con sus bolsos llenos de cosas para que al niño no le falte de nada.

–Ay, Manolito. ¿Vas bien?

–Que sí mamá.

En realidad Manolito tiene el rigor mortis, pero la madre se queda tranquila porque le ha dicho que va bien. Seguidamente le hace entrega de su Huesito y la botellita de agua. Y espeta esa frase que todos hemos escuchado alguna vez en nuestra vida: «Tú, si ves que te encuentras mal te sales». El hombre de trono vuelve a su puesto pensando: «Claro que sí mujer, ahora me salgo».

Y así se produce esta situación una y otra vez. Pero hay quienes van a más. Están las del bocadillo de metro y medio para el niño. Las que van en familia, carrito incluido, hasta el varal para controlar al chiquillo y las de: «Mayordomo me llevo al niño en Carreterías que tiene que cenar», mientras el niño grita: «Que no mamá. Que no quiero. ¡Vete ya hombre!». La angustia les puede. Les supera y provocan el agotamiento del que verdaderamente sufre. El que cubre su cara con un antifaz o carga kilos durante siete horas.

Si lo piensas, no sé hasta que punto es peor, si sufrir por lo pesadas que son o sufrir por que nadie vaya a verte. En el fondo se agradece. Y lo sabes. Y lo saben.