(Rincón de la Victoria) Mamanona recostaba al Niño en el pesebre y tras tocar la zambomba al son de un villancico, se apresuraba a servirnos la cena; apenas se sentaba, canturreaba mientras iba y venía de la cocina cargada de platos y nos hacía sentirnos importantes. Después, nos abrigaba hasta la nariz, no nos fuéramos a resfriar, y los nietos la seguíamos alegres a la misa del Gallo, a tomar chocolate con churros o a pasear por la centelleante calle Larios. El día de los Inocentes subíamos a los Montes a escuchar las pandas de Verdiales, le gustaban las canciones de su tierra y las cosas diminutas, pero hacía sentirte grande como una estrella sin necesidad de estar en el cielo. La última Navidad llevaba meses sin sonreír, los mismos desde que faltaba el abuelo, y con una voz más dulce que su compota me pidió que colocase al Niño en el pesebre. Al recostarlo me sentí ella, y me sonrió.