Allí estaba él, puntual como cada Domingo de Ramos, esperando en la plaza del Santuario. Pero tenía la sensación de que algo no iba tan bien como otros años, el sol estaba oculto entre nubes, nubes grises que presagiaban algo que no le gustaba para nada. El sol no alumbraba con sus rayos la torre del reloj de la iglesia como años anteriores, pero dentro de él sentía, o quería sentir, que todo saldría bien. Tenía la esperanza puesta en aquellos claros que se veían a lo lejos, allá por la zona norte de la ciudad. Pero no quería alzar la vista hacia la zona sur, donde desde aquella plaza se apreciaba la ciudad envuelta en nubarrones.

Pero ya era demasiado tarde, las primeras gotas de agua se hacían presente en el suelo; sabía que ese no sería su gran día, pero él nunca perdió la Esperanza.