He pensado en su estructura semántica, en la cadencia del sonido, en su engoladísima seriedad. Desde que vivo en Málaga he pescado cientos de frases al azar, como si fueran peces de colores, casi sin pretenderlo, aunque ninguna tan de punta y radicalmente inexportable. En la plaza de la Constitución antes, incluso, de que a la municipalidad le diera otra vez por elevar ese horrible cadalso, un tipo, de apariencia perfectamente cuerda y estética a lo 091, una especie de primo peninsular de Joe Ramone, se la decía a otro con grandes aspavientos, al estilo de las comunicaciones decisivas y casi mortales. «Espero que, al menos, me dejen ser varal externo de la virgen». Insisto, he oído muchas frases en mi vida. Algunas las he conservado como perlas sucias, arrancadas de alguna parte, presas de la maravilla de la amputación. Otras las he anotado en la libreta e, incluso, en bocetos de poemas. Con esta no supe bien qué hacer.

Varal externo de la virgen. Rayos. Así nace el desamparo, la incomunicación. Resulta que en esta ciudad, en este siglo, hay gente que discute sobre vírgenes y, además, con una seriedad que sonrojaría a los fanáticos del fútbol, especialistas en acalorarse con cromos y estadísticas, como los niños graves y de los hombres hacendosos, los que saben arreglar bombillas e, incluso, planificar la limpieza del jardín. Entiendo que a uno le vaya la vida en una maqueta de la sierra de El Torcal o en los cables indecisos de la instalación eléctrica, pero lo del varal externo no lo puedo entender. No por falta de empatía, sino porque literalmente no lo puedo entender. Sé lo que significa varal, y también, externo e, incluso, virgen, sin ánimo de polemizar. Digamos que oigo los instrumentos, pero no la sinfonía, para la que me encuentro tercamente incapaz, hecho un auténtico e irreparable cabezón. ¿Se referiría a la posibilidad de convertirse en un ornato? Be water, my friend. ¿O quizá en una disposición táctica de los penitentes, al modo de Clausewitz, con avanzadilla, retaguardia, extremo izquierda, líbero y central?

Admito que, finalmente, en la Semana Santa hay misterio. Para los que no hemos sido llamados por los caminos invisibles de la imaginería barroca, el suspense lo aporta una vez más el lenguaje, esa jerga manierista y cofrade en la que no avisados apenas podemos distinguir el sonido del tambor. Fíjense en algunos de sus conceptos de naturaleza indiscutiblemente intrigante. Como el de mayordomo. Las procesiones, todo un subgénero de la cuestión española. Últimamente mezclado con el western. Ver para creer, diría Santo Tomás.

Contemplo desde el bullicio de la tierra las alturas. Y veo a muchas personas espachurradas en las ventanas y los balcones. La Semana Santa es una fiesta popular. Debe ser por eso por lo que no usan monóculo. Disponer de un balcón en el centro debe favorecer el cutis y la autoestima. A pesar de las estrecheces, a la mayoría de sus ocupantes se le ve reposada, secretamente orgullosa. Yo tengo dos ventanas; herméticamente clausuradas al paso de los cofrades. Eso sí que es chulería. O gilipollez. El pobre Ludwig, mi pequeño cactus, con las evocaciones desérticas del tambor. No, no son los beduinos. Aquí se come y se bebe. Y está bien. La buena nueva de tanto varal externo. Quiero decir.