Si alguien me pregunta por qué soy de Nueva Esperanza, no sé si sabría responder de forma convincente. Pero les puedo asegurar que su nombre me da fuerzas, me irradia optimismo, me transforma y me otorga serenidad. Porque sé que su manto verde nos protege. Porque en ella confío. Porque sé que está en los malos y en los buenos momentos. Y porque pertenecer a Nueva Esperanza es un orgullo.

A ningún lector de este artículo le habrá sorprendido esta retahíla de sentimientos comunes a los de cualquier cofrade. Pero tengo el presentimiento que ser de Nueva Esperanza es algo distinto. Y no sólo por ser la cofradía con más largo recorrido. Ni por ser una hermandad de barrio. Ni por ser centro de loas y críticas. Ni por nuestros errores o aciertos. No. Sino porque todos los que somos de Nueva Esperanza protagonizamos un ejercicio continuo de proclamación de la hermandad.

En Nueva Málaga y en cualquier rincón del mundo. Se nos reconoce como tales, sin que el calendario marque en rojo la Cuaresma ni los sones de cornetas y tambores abran nuestro cortejo.

Trabajo en Mijas, muy cerca de donde se venera a la Virgen de la Peña. Y hoy muchos de mis compañeros vendrán a Málaga para contemplar expresamente a Nueva Esperanza. Y algunos cofrades de Mijas, como Salvador Pulpillo, nos acompañarán con el alma. Sé que en Vélez hay alguien que a las cuatro menos cuarto de la tarde se preguntará si habrá salido ya la cruz guía.

Y que María, algún día, se atreverá a traducir al inglés todo lo que le cuento sobre Nueva Esperanza. Mi compañero mayordomo Jorge Luque viaja por toda España y allí por donde pisa, pasa Nueva Esperanza dejando el rastro de su halo verde. Nuestros martillos percutirán hoy la campana del trono de María Santísima desgastados por tanto como hemos hecho sonar el nombre de la hermandad.

Todavía no sé si he encontrado una respuesta convincente a la pregunta de por qué soy de Nueva Esperanza. Y por qué hoy me pondré la túnica y el capillo y estaré doce o más horas de procesión.

Tal vez sea porque cada día del año pienso en sus ojos serenos de dulce amargura, a los que se asoma un mundo cada vez más confuso. Y me imagino que sus lágrimas riegan el suelo del que brotará una semilla de nueva esperanza que erradicará hambres, penurias e injusticias y nos hará más libres, más solidarios y más cristianos. Porque ella está presente. Y no sólo el Martes Santo.

* José Antonio Hierrezuelo es mayordomo de trono de la Virgen de N. Esperanza