En el año 164 antes de Cristo los macabeos recuperaron el templo de Jerusalén tras una cruenta lucha contra el dominio griego. Comenzó para la antigua Israel una época de cierta independencia, bajo los designios de sucesivos mandatarios de la familia de los Macabeos, hasta que un siglo después Judea se convirtió en un territorio dependiente de Roma, que a partir del año 37 a. C. estuvo bajo los designios de Herodes el Grande. Fue en esa época cuando nació Jesús y todavía bajo el mandato de ese rey, de origen helenizante y rendido al poder romano, ocurrió su pasión y muerte.

El reinado de Herodes el Grande, al que la tradición culpa de ordenar la matanza de niños para evitar la llegada del Mesías, no fue tranquilo ni estuvo exento de persecuciones y muertes. Los historiadores hablan de él como un gobernante empeñado en hacer obras faraónicas para perpetuarse en la historia, y rendir honores a los mandatarios romanos, pero que al mismo tiempo quiso revitalizar la economía local para convertir a aquella tierra en una potencia. Aunque quiso hacerlo separando estado y religión y su decisión de dar más poder a los judíos llegados de la diáspora le enemistó con el clero local en demasiadas ocasiones. Y ello a pesar de su empeño en reconstruir el templo, que en su época se convirtió en una estructura grandiosa de colosales dimensiones. Cuenta Paul Johnson en su libro La historia de los judíos que «muchos miles de sacerdotes, levitas, escribas y judíos piadosos trabajaban en el área del Templo y sus alrededores». Y recuerda que Josefo «afirma que el lugar se convirtió en la tesorería general de toda la riqueza judía». Una riqueza que, no obstante, se quedaba dentro de sus muros, ya que las gentes de Jerusalén y de los otros territorios sometidos a Roma llevaban una vida mucho más modesta, marcada por el trabajo físico en los sectores productivos predominantes: la agricultura y la pesca, cultivando productos como las aceitunas, algo de cereal, legumbres o dátiles y pescando en zonas como el mar de Galilea –. De hecho, los apóstoles Pedro, Santiago el Mayor o Juan eran pescadores en ese gran lago antes de unirse a Jesús. También florecía el comercio en algunos puntos, sobre todo aquellos que estaban en la ruta de las caravanas, y la artesanía, en sus distintas vertientes, ocupaba a otros muchos judíos, como José, padre de Cristo, que fue carpintero, labor que el de Nazaret también desempeñó antes de predicar.

Las sucesivas invasiones, además, habían dejado en el reino a gentes de diversas procedencias y lenguas, que se unían a los judíos llegados del extranjero, a los que llevaban allí generaciones y generaciones, a los de las clases altas y sacerdotales y a los Am-ha-aretz (los hombres de la tierra, los gentiles o judíos incultos). Todos debían, en teoría, obediencia a las leyes que venían de la lejana Roma, pero no todos lo aceptaron de forma pacífica. Algunos, como los saduceos, optaron por someterse en apariencia a los dictados del pseudo-rey Herodes y Poncio Pilatos, el gobernador romano de Judea con fama de cruel y que tan decisivo papel jugó en la sentencia de muerte de Jesucristo. Y es que la aplicación de las leyes estaba dividida, en cierto modo, entre el poder sacerdotal, encarnado en el Sanedrín, y el gubernativo que representaban Pilatos y Herodes. Roma permitía a los judíos aplicar sus propias sentencias en cuestiones relacionadas con la religión y las ofensas contra éstas. Aunque ni siquiera en el aspecto religioso el Israel de la época estaba de acuerdo, con diferentes facciones enfrentadas por su forma de entender el judaísmo y su evolución, unos empeñados en seguir la ley escrita que marcaba el Pentateuco, otros empeñados en dar hueco a la ley oral y algunos preocupados por la mala influencia que achacaban a las otras culturas que se abrían paso en Judea. Fariseos, saduceos, esenios… todos conformaban una amalgama de creencias con un tronco común y todos asistieron como testigos a un acontecimiento que habría de cambiar el mundo conocido hasta entonces y alumbrar un movimiento religioso, el cristianismo, imprescindible para entender la historia de los dos últimos milenios. Jesús, aquel que en su cruz llevaba escrito «rey de los judíos», murió cuando su pueblo celebraba la Pascua. Y mientras los primeros cristianos comenzaban a predicar sus enseñanzas por todo el mundo conocido, los judíos siguieron su particular tira y afloja con Roma. Cayó la estirpe de Herodes y vencieron los romanos, que en el año 70 bajo el mandato de Tito arrasaron el último Templo de Jerusalén, cumpliendo así lo anunciado por Jesús a sus discípulos: «¿Veis todo eso? Pues os aseguro que se derrumbará sin que quede piedra sobre piedra» (Mateo, 24, 1-2).

Las distintas corrientes del judaísmo. En los tiempos de Jesús, la religión judía vivía también tiempos complicados, que iban más allá de la obligada dependencia a Roma. A partir del siglo II antes de Cristo comenzaron a surgir facciones con distintas formas de entender el judaísmo, su aplicación y su futuro. Los más conocidos fueron los saduceos, los fariseos y los esenios. Los dos primeros formaban parte del sanedrín y tenían formas opuestas de ver su religión. Unos y otros provenían de las clases altas, los primeros más cercanos a las castas sacerdotales, los segundos con más seguidores entre el pueblo, por su defensa de enseñar el judaísmo en las sinagogas y por abogar por interpretar la ley escrita. Los esenios eran más partidarios de la pureza religiosa y muchos vivían en comunidades separadas como las del Qumrán. A ellos se unían otros como los samaritanos, denostados por el resto, y que se concentraban en la zona del monte Garizim y se consideraban descendientes de los hijos de José. Esta comunidad, que hablaba una mezcla de arameo y hebreo, consiguió sobrevivir hasta nuestros días. Los zelotes, por otra parte, surgieron en tiempos de Jesús y eran partidarios del uso de la violencia para conseguir que Judea volviera a ser independiente. Se cree que Simón el Cananeo, uno de los doce apóstoles, era seguidor de los zelotes.