Hay una escena de Fuego en Castilla, uno de los ensayos místicos y cinematográficos de José Val del Omar, en la que la talla de un Cristo, protegida por una sábana de plástico, desfila en procesión por la ladera de un pueblo de Valladolid. En la imagen, el tambor suena dosificado y melancólico, casi de duelo, y el cielo se agrieta como si sintiera la presión de una tristeza muy honda, crepuscular. Cuando vi por primera vez la película, apenas reparé en la composición, distraído por el resto de fantasmagorías del director. Ahora pienso en el Cristo de Val de Omar con algo parecido a la emoción, una emoción fingida que es a lo máximo que puedo llegar en mi condición de despistado y escéptico. Hablo, por supuesto, de un escepticismo sin fronteras, escepticismo mágico, en suma, dispuesto a ver el vacío y la fábula donde buenamente se pueda, incluida la taza de café.

El Cristo de Val del Omar, al igual que, por extensión, todos los cristos que merodean por las laderas de este país, tiene la garantía poética del silencio, del recogimiento; un grupo de personas, condolidas, en mitad del campo, frente a un cielo gris ligeramente roto por la corona de espinas de una imagen; ahí se ve la lucha del hombre contra el caos, el azar y el atrevimiento de las verdades subatómicas, su desamparo inconsolable y eso, claro, es hermoso, como lo son las procesiones que muestran sin ningún rubor el carácter sincrético y apelotonado del catolicismo. Me acuerdo, por ejemplo, de la fiesta de San Isidro de una pedanía de Jaén, en la se examinaba al santo y se le exigía implicación en la campaña de la aceituna. En el caso de que su mediación fuera poco satisfactoria, el destino de San Isidro era similar al de la cosecha y normalmente acababa desconchado, revoloteado entre gritos y risas en un rito cafre y revitalizante, repetidamente enunciado con el mismo abracadabra: «San Isidro, agua nos darás o zamburallazo en el pilar» (sic).

No digo con eso que en Málaga deba importarse la costumbre. Es más, sería poco aconsejable. La ciudad carece de pilares. Lo que tampoco parece verse, salvo algunas excepciones, es el silencio. La Semana Santa tiene ese componente JMJ de hipermercado de la cristiandad; lleno de aglomeraciones, suntuosidad y ruido. Como agnóstico, reconozco la valía de muchas de las creaciones culturales ligadas a la religión; por eso me cuesta creer que un Dios al que le ha compuesto Haendel se siento moderadamente honrado con el himno de la Eurocopa interpretado por trompetas y el canto tabernario de la Legión. O dicho de otro modo, una verdad metafísica que puede contemplarse mientras se muerde una cáscara de limón me parece cósmicamente poco sustancial. En el fondo no me gustan las procesiones porque tampoco me gustan los conciertos de Alejandro Sanz. Una opinión entre miles de opiniones y seguramente poco cualificada, la mía, pero dicha con el más irreductible ánimo de deportividad. Especialmente, ahora, que sólo quedan dos días para cerrar el grueso de las fiestas y recuperar el centro para cometidos más rudimentarios. La vida con sordina, pero sin trompeta, a cara y pecho descubierto, malagueñísima también después del capirote. Pero con menos tumulto. Quizá por el calor.