Dios te salve María, llena eres de gracia. La oración susurrada por el cortejo reinaba en la angosta calle. La corona dolorosa martilleaba los sentimientos. Una fila de espectadores a ambos lados. Oscuridad. Al fondo una mujer miraba al cielo buscando los porqués negados. En ese momento se produjo la conexión en mí. Una parálisis de pensamientos. No escuchaba los rezos. No veía más que una carita iluminada al fondo de la calle. Sentí cómo me apretaban la mano con fuerza. Mi abuela me llevaba a escondidas de mi madre, por las calles del barrio. Me compraba un coqui y me comía a besos. Pude percibir el olor a dulce y colonia fresquita de sus cabellos blancos. La quería escuchar, pero su voz no la encontraba. En otra sacudida de mi mente producida por el sonido que arrancaba de los tambores roncos que acompañaba el tronito, me transportó a una fría noche de abril. Acné y pelo largo. La humedad golpeaba mi camisa blanca sudada contra un juvenil cuerpo. Andares mareados. Dolor intenso en riñones y un hombro dormido esperando a guerrear con punzadas incesantes en días posteriores. A lo lejos una figura esperaba. Tranquila y reconfortante. Me traía una chamarreta cálida, como caluroso era su abrazo. Un bocadillo y una chocolatina. Pocas palabras. Caminaba junto a mi padre camino a casa después de sacar el trono de mi cofradía. Una ensoñación. La letanía continuaba. Alcancé a ver en la multitud una cara conocida. Un compañero del varal que me sonreía. Un compañero que nunca supo que su Virgen salió por primera vez de su casa hermandad con una nana que presagiaba mortaja en vez de cuna. Al lado suya un hombre maduro. Curtido en Martes Santos. Miraba al vacío como si quisiera reconocer entre la muchedumbre el rostro de alguien querido que nunca conoció. También reconocí a una figura silente. Un cofrade en toda la extensión de la palabra. Observaba con tristeza el cortejo. Tal vez le vino a la mente unas manos cruzadas como aspas de un puente. El trono de carrete ya andaba dispuesto. Cerca de mí. Paró a escasos metros y el tambor de cola cesó. Un silencio que calaba los huesos. Una nube de flashes de dispositivos móviles me cegó. Al abrir los ojos contemplé a una chiquilla. Con pañuelo anudado en su cabeza. Sonreía. Sus labios proclamaban una conversación íntima entre ella y Ella. No sé si se despedía o la saludaba como en un encuentro por primera vez. Un empujón de alguien que pasó por delante de mí hizo que perdiese el contacto visual con la muchacha. El trono levantó y con una mecida suave comenzó a ganar la calle. El tiempo se detuvo. El reloj de arena cayó en horizontal. Un corazón con siete puñales. Rota de dolor. Una madre que sobrevivía a un hijo. Tan pequeña y con las lágrimas de toda la humanidad. Caminaba apagando luces en las calles y en las almas. Tras de sí una promesa enlutada. Hombres, mujeres y niños caminaban absortos con el rostro mudado. No pude reconocer a nadie, pero todos me eran familiares. No sentía desasosiego. Una profunda calma de resignación me invadió y de pronto todo quedó en silencio. Camino a casa, a lo lejos, divisé un trono donde una figura de rodillas clamaba su dolor ante una cruz. Y la vi. Prepotente y famélica, pisando al orbe. Con la guadaña en la mano izquierda, mientras con la derecha señalaba el sudario. Me miraba directamente provocándome. Apoyada en la cruz me gritaba que dónde estaba su victoria. Qué en vano había sido su sacrificio. Qué ella era la que mandaba en este valle de lágrimas. Que no hay luz en la noche más triste. Que el velo del templo se rajó y que la piedra se partió mientras la sangre del mejor de los nacidos calaba en el pedregal de todos nuestros pecados. La miré a los ojos y le sonreí. Con condescendencia le hablé. El amor de los que no están el domingo te derrotará y estarán sentados a la derecha del padre. Me volví y caminé. Recordé aquel abrazo en el Santuario, mientras me arropaba con la chamarreta. La muerte no es el final.