Nikki Hill tiene algo que hace que trascienda del circuito de artistas que actualizan lo retro y lo cincuentero. La autora del estupendo Heavy hearts, hard fists lleva algo diferente a la mesa, quizás por una adolescencia marcada por ídolos más cercanos a los arrabales del punk como Bad Brains y Johnny Thunders que al sonido vintage de los clásicos rockeros de siempre. Porque que alguien cite, sin marcar distingos, a Little Richard, The Cramps, Aretha Franklin y Motorhead como ídolos dice mucho y bueno de ese alguien.

Dicen que lo suyo tiene tanto de Staple Singers y Nina Simone que de AC/DC o The Detroit Cobras; referencias dispares pero todas unidas por la pasión y la llama, el roll y el sudor. Quizás por encima de todas está Etta James, a cuya voz recuerda poderosamente la de Nikki Hill. «Mírame: no soy Mick, no soy Janis, no soy Tina. Y no viví los 50, 60 o 70. Puede rendirles tributo, y me gustaría, pero al final del día tengo que ser yo misma», declaró a Ponyboy.

Los que han disfrutado en directo a la cantante establecida en Nueva Orleans hablan de una sacerdotisa del rock con soul y propietaria de un swag que ya lo querrían veinte raperos. «El escenario es como mi santuario, es mi iglesia, es el único lugar en que durante 60 ó 90 minutos lo puede dar todo, sacar todos tus demonios, lanzar todo lo que tienes a través de tus canciones... Para mí ése es el momento definitorio de ser músico», comentó la de North Carolina en una entrevista reciente con Happy Mag.

Iba para personal trainer (de hecho, ha ejercido; «No es muy diferente a cantar: ¡también se trata de hacer sentir mejor a las personas!) pero ha terminado como una de las grandes promesas de la música negra. En su meteórica carrera (su primer disco es del 2015 y hasta entonces apenas llevaba cantando dos años) la ha ayudado notablemente su marido y guitarrista de la banda que la acompaña, Matt Hill, todo un explosivo talento. Cita inexcusable, este domingo en La Trinchera.