La Cuaresma malagueña es espera ilusionada para los cofrades, pero también para los hosteleros. A más capirotes de cartón o rejilla plástica fabricados, más contratos temporales. No hay restaurador ni hospedero que reniegue de las procesiones. Horas extras para las plantillas municipales y policiales. Incluso hay quien asegura que se tiran más cañas en los días sagrados que en Feria.

Se trata de una semana que acaso sea santa para muchos, pero que desde luego santifican todos. Unos la glorifican por éxtasis místicos, otros por simple peculio. Lo sacro y lo mercantil matrimoniado en unas cifras del calendario. El alma y la cartera unidas como uña y carne. Antropología pura de la fiesta popular, tan vital y tan contradictora, tan humana.

Afirma Jesucristo que no se puede servir a dos señores: «No podéis servir a Dios y al dinero». Más hay excepciones. Un Lunes Santo en la puerta cerrada de un bar, a treinta metros de una casa de hermandad, podía leerse: «Hoy cerrado por salida de la familia en su cofradía». Seguramente era la cofradía que salía esa misma tarde de aquella cercana casa de hermandad. La caja familiar vacía esa noche, pero el espíritu colmado para el año entero, pues, también según el Señor, «no sólo de pan vive el hombre».

Hay quienes sostienen que las procesiones llamadas penitenciales son un producto turístico. Nada nuevo, porque otros, hace ya casi un siglo, las adjetivaron de suntuosas con el mismo propósito. Pero, ¿la promesa del Cautivo es un producto turístico? ¿El rezo de la Corona Dolorosa de los Servitas es un souvenir?...

Tal vez coexisten varias semanas santas en tan sólo esos siete días, todas reales, todas intensamente vividas y seguramente todas legítimas.

La cuestión, quizá, no sea qué puedan dejarnos quienes nos visiten, sino qué se lleven consigo tras contemplarnos. Y eso sí que depende de nosotros y no de ninguna huelga de transportes.