La receta no resulta fácil. El juego es despiadado. Desde hace días, me temo que la carne no fue lo único que Dios, según la tradición cosmogenética, hizo a su imagen y semejanza. Supongo que pasarse tanto tiempo bajo palio hace que se deslicen como los rayos del sol algunas de las atribuciones del grupo escultórico, por ejemplo, la omnipresencia, que es algo que se padece y mucho en Semana Santa. En todas las calles del Centro topo invariablemente con las mismas caras y abrigo la sospecha de que es demográficamente imposible que haya tantos cofrades como espectadores. Es más, estoy convencido de que más de un nazareno se ha sorprendido a sí mismo observando el trono con ropa de calle mientras movía el cirio y la capucha por la calle Larios.

A veces me pregunto que hace en estos días el resto de gente a la que no le gusta la Semana Santa. Sí, ya sé, los que pueden no tardan en poner en práctica sus cualidades motrices y salirse del arreglo floral y del conjunto de capirotes. El misterio está en los otros, a los que imagino en conciliábulos de extrarradio, dedicados a tareas pastoriles y a la lectura de T.S. Elliot. Los que tienen la fortuna de desprenderse de la cantinela cofrade están obligados a dedicarse a tareas opuestas a las procesiones y esto pasa indefectiblemente por cerrar los ojos y escuchar el canto del mirlo en horas crepusculares.

Las ganas de salir corriendo llegan, incluso, a mis rodillas, no bendecidas precisamente por la gracia hercúlea de algunos de mis compatriotas. En esta semana, más de una vez he tenido que sujetarme los tobillos con ambas manos para no tomar las de villadiego y advertir la irresponsabilidad de la renuncia a la altura de Cártama. Voy a acabar por adoptar la determinación de adherirme a las piernas una pelota de mármol. Sobre todo, para soportar desafíos como el del Jueves Santo, profundamente escrupuloso con las tradiciones masivas y agresivo con mis tradiciones volterianas, que me conducen a la estampida cada vez que se huelen la presencia de más de dos legionarios. Porque hablar de la Legión es también hablar de sus fusiles y ahí no se admiten discusiones, al menos de cintura para abajo. Nunca entenderé por qué algunos nazarenos no buscan acompañamientos más angelicales, porque ya me dirán que tienen que ver las metralletas con el Nuevo Testamento, donde hasta Herodes se defendía a navajazos. Menuda temeridad y más en este siglo, que no anda precisamente para seguir mezclando en la misma taza las armas y las religiones. Ni siquiera simbólicamente.

Todos los años que permanezco en Málaga acabo por preguntarme si existe un castigo mejor perfilado que la descarga de los tambores durante la madrugada. Esta vez he descubierto alguno que no le va a la zaga: que los merengones ganen la copa y barriten bajo tu balcón. Podría ser el principio de una escuela de perfeccionamiento concebida con la única intención de destruirme, todos al mismo tiempo, como las centrales de ciclo combinado. Nazarenos al modo de Torrox, tocando el himno del Real Madrid con la trompeta mientras se observan a sí mismos aplaudiendo con un tambor de hojalata. Dios era uno y trino. Quizá se les haya pegado algo.