Me he golpeado el pecho como si fuera la luna del tambor. He abierto las ventanas, me he comprado una orquídea para los días tenebrosos e incluso se me ha visto cruzar al trote el camino que separa la terraza de la habitación. Esta mañana, día de Domingo Ramos, embravecido por el Cola Cao, me he sorprendido a mí mismo canturreando por encima de la voz de Monserrat Figueras en mitad de un madrigal de Monteverdi, lo que dicho sea de paso, tiene el efecto puntiagudo de un pájaro aleteando en las faldas de un orangután. Lo que quiero decir es que me siento selvático, nítido, en forma. Desde que abandoné el centro la Semana Santa ha dejado de provocarme terror. Por primera vez en el último lustro encaro las fiestas sin necesidad de enterrarme en valeriana; por mí pueden tocar hasta aburrirse, emborronar las calles y convertir las plazas en auténticos receptáculos de la gloria hit parade. Yo ya estoy fuera. Vencido. Exiliado. Municipalmente sin fe.

En los parterres despoblados de la periferia deposito mi arrojo de otra época. Con la llegada del sueño se adormecen las ganas de decir lo mismo; ocurre igual que con las películas que generalmente participan en el Festival de Cine Español. El primer año desatan la cólera y la impiedad, luego la indignación y el ímpetu vitriólico hasta que poco a poco van minando el ánimo crítico y ya sólo despiertan el deseo de dormir. Esta vez pienso hacer precisamente eso; escapar de las procesiones con las ojeras como lanchas. Unas ojeras cien por cien practicables y sumergibles, se entiende, con pura fibra de ronquido, del tipo estanque francés.

Espero a los santos ejercitándome en cabriolas, poniendo a punto mis habilidades de dribbling y escalada, aunque con los ojos bien abiertos por si encarta algún tipo de hipóstasis, enseñanza o callejón. Todos, en el fondo, podemos tomar nota: incluido el Ayuntamiento, que bien podría haber aprovechado la moda de importación de costumbres para traerse de Alemania el gusto por los horarios refinados. Jolgorio profano o a lo divino, pero inexcusablemente a la europea, sin trompetas impenitentes surcando la medianoche. Una quimera desde ya. «Sí, llevamos quinientos años así y va a venir ahora Merkel a cambiarlo». Dirían. Con los cofrades no hay quien pueda. Si la luna fuera municipalizable, como Limasa, seguro que alguien exigiría la construcción de una casa hermandad.

Resulta verdaderamente inquietante la ambivalencia de los estados de ánimo y la semantización. Lo que para algunos es sinónimo de orgullo, con toda su pompa celeste, para otros significa una gran incomodidad. Cuando escucho eso de que cofrade se es todo el año -nada de gitano de temporá- vuelvo secretamente a los temblores. Preludios, truidos, patrones, traslados, exordios, aniversarios y penúltimas. Todo con su toque de corneta y su aglomeración. Quién pudiera moverse en helicóptero. Como Esperanza Aguirre. O la gente de Protección Civil. No se corten señores cofrades; la vida es alegría. De lágrimas, amargura, calvario o dolores. Se entiende. Por seguir con el argot.

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