Si algo definió el concepto de paso de misterio en los albores del siglo XX, antes de la eclosión generalizada que propiciaría la creación de la Agrupación de Cofradías, es la parquedad. Los tronos con grupos escultóricos, muy pocos entonces, eran entendidos como versiones escuetas y constreñidas de los momentos de la Pasión, en la que al prescindir de ciertos figurantes -obviados en un alto grado de simplificación- se descuidaba el sentido narrativo que por propia definición corresponde a un paso de misterio. Sin embargo, y en esa intención colectiva de impulsar una nueva suntuosidad -el clarísimo objetivo de la naciente Agrupación-, a partir de la década de los años 20 se desencadenaría una sucesión de grupos escultóricos en la que se atisbarían muchas claves de nuestras Semana Santa actual.

En una suerte de entusiasmo colectivo, truncado en la década siguiente con las quemas de iglesias y conventos y con el estallido de la Guerra Civil, las cofradías quisieron enriquecer su patrimonio aportando la anhelada vistosidad. Punta de lanza de esta tendencia fue la archicofradía de la Sangre, que entre 1921 y 1922 transformó radicalmente su trono procesional incorporando a Longinos montado a caballo, un sayón, María Salomé y María de Cleofás a la ya existente composición a modo de calvario que conservaba. En la Misericordia se añadió la figura de un cirineo tras la cruz del Señor (1924); en la Humillación se cambió la iconografía tradicional de Jesús atado a la columna por otra que mimetizaba el trasunto iconográfico del misterio de la Puente, agregando dos sayones en 1926. El Descendimiento, por su parte, concibió hasta dos grupos escultóricos diferentes (1926 y 1927) de un mismo autor, José Sanjuán Navarro, aproximándose mucho al aparato iconográfico actual.

Otra importante consecución de esos años fue el grupo escultórico de la Sagrada Cena, incursión del valenciano Pío Mollar Franch en la ciudad (1925). Su amanerado y amable lenguaje estético, muy influenciado por la estética de Salzillo, dio pie a otros trabajos de este imaginero para las cofradías malagueñas: un ángel para la Oración en el Huerto (1926), una ampulosa María Magdalena para la Expiración (1926), y el primer grupo escultórico que acompañó a Jesús del Rescate (1927), de tan sólo tres imágenes secundarias.

Se hace ineludible destacar la figura de Antonio Castillo Lastrucci, artista sevillano que desde muy pronto contribuyó a recrear las escenas de la Pasión introduciendo personajes secundarios en los que cuidaba al extremo los valores teatrales y descriptivos. En el trono de Jesús El Rico figuraría, desde 1922, un cirineo esculpido por él, siendo su primera irrupción en Málaga y que sólo procesionó hasta 1924.

El Ecce Homo contó también con un Pilatos y un sayón judío de Lastrucci desde 1923, en una composición que, aunque escueta, proponía una visión envolvente del misterio. Esa sensación centrífuga, que potenciaba los múltiples puntos de vista, se acrecentaría en el grupo escultórico que la cofradía de Zamarrilla le encargó para Jesús del Santo Suplicio. En este misterio, sencillo aunque muy efectivo, se planteaban hasta dos escenas paralelas y subsidiarias: de un lado el propio expolio de la túnica de Cristo, y de otro la preparación de la crucifixión en un segundo plano. Podríamos estimar que es este uno de los puntos que podrían considerarse clave para la configuración de un patrón escenográfico para los misterios del siglo XX. Su aportación a la imaginería andaluza arraigaba en este punto y asentaría diversos patrones iconográficos que giraron siempre en torno a la propia concepción novedosa de los misterios. En 1925 realizó la escena del beso de Judas para la hermandad del Prendimiento, frustrado el proyecto más ambicioso de un grupo de cinco figuras.

En los años precedentes a la destrucción del patrimonio de las hermandades, se dieron también algunos casos dignos de mención: el anodino grupo formado por el crucificado y la magdalena tallados por Font e Hijo para la Expiración (1929), el emblemático misterio conformado para la Piedad por Francisco Palma García (1929) y el amplio grupo escultórico para la Sentencia realizado por José Rius en 1930.

Tras el desolador panorama de un patrimonio arruinado por los avatares políticos, y aunque hubo corporaciones nazarenas que fueron paulatinamente restableciendo los grupos escultóricos, primó la hegemonía de las imágenes de Cristo en solitario, algo que sin duda vino también condicionado por las dificultades económicas que se atravesaron en la posguerra. Así, la mayoría de nazarenos y crucificados vieron asentada una impronta de unicidad que ha marcado los derroteros de las décadas siguientes. En definitiva, lo que se ha querido a veces interpretar como una seña de identidad no es sino la lógica consecuencia de un proceso de devastación sin igual en la trayectoria centenaria de las cofradías. El caso más sintomático es el de Zamarrilla, que renunció a recrear el misterio del Santo Suplicio y cambió diametralmente su discurso iconográfico con la imagen del Cristo de los Milagros, un crucificado sin acompañamiento de imágenes secundarias.

No obstante, y como hemos apuntado, la Sentencia retomó su proyecto, encomendando a José Martín Simón el grupo escultórico que aún procesiona (1935), luego muy transformado por Pérez Hidalgo. A José Navas Parejo le fue asignada la noble tarea de restituir la paradigmática escena de la Puente del Cedrón en 1940. Francisco Palma Burgos, por su parte, hubo de rehacer el misterio de la Piedad, en una versión muy cercana a la de su padre (1941), y el de la Buena Muerte y Ánimas (1942), que vendría a solucionar, de un modo bastante afortunado, la traumática desaparición de la obra de Pedro de Mena.

A este proceso de reconstrucción contribuiría también José Capuz, aportando en 1946 la novedosa concepción del misterio de la Resurrección de Cristo para la Agrupación de Cofradías. Pedro Moreira haría lo propio con el Santo Traslado (1951), reduciendo a la mitad un interesante y ambicioso proyecto en que se preveían hasta seis figuras complementarias. Finalmente, el antes mencionado Antonio Castillo Lastrucci también acabó contribuyendo a ese segundo enriquecimiento discursivo de las imágenes procesionales, gubiando el ángel confortador para la Oración en el Huerto (1949), el cirineo para la Pasión (1957) y las que sin duda serían sus dos grandes contribuciones a la Semana Santa malagueña: los grupos del Rescate (1957) y del Prendimiento (1963). En ambos casos, este artífice consiguió apurar en el dramatismo de cada uno de los personajes, indagando en la personalización de las actitudes y desgranando un amplio código gestual. Con estos dos misterios, Málaga vio impulsada una afección por el sentido itinerante ­-que le es propio por definición- del paso de misterio: los personajes actúan en diferentes planos, ofrecen diversos puntos de vista y otras tantas aprehensiones del episodio representado. La riqueza de matices estaba servida.

Un punto y aparte supuso la materialización del extraño y nunca aceptado grupo escultórico de la Glorificación de la Soledad (Juan de Ávalos, 1975), que ni siquiera entraría en la categoría de paso de misterio si atendemos a que se trataba de un conjunto alegórico en torno a un trasfondo mariano. La modernidad en todos los sentidos -aporte plástico, composición­­- fue al mismo tiempo la génesis de su ostracismo.

En esos años de la transición democrática, las cofradías malagueñas asistieron a un repunte de la actividad que empujó a una determinada generación a la reorganización de cofradías extintas, la revitalización de otras o la creación de corporaciones nuevas. En este sentido, podríamos decir que este hecho fue crucial para la reconfiguración semántica de los grupos escultóricos en la ciudad.

De sus iniciativas han bebido, por influencia, también las cofradías ya existentes, teniendo lugar una especie de retroalimentación que sin duda ha enriquecido a la Semana Santa en su conjunto. Así, los grupos escultóricos del Monte Calvario (diversos autores, 1979-1995), Descendimiento (Ortega Bru y Ricardo Rivera, 1983-87), Humildad (Berlanga de Ávila, 1989, ya sustituido), Dolores del Puente (Suso de Marcos, 1987-2000), Salutación (Dubé de Luque y Navarro Arteaga, 1991-97), Salesianos (Manuel Carmona, 1990-1995) y Soledad (Antonio Bernal, 2002-2003) han supuesto un auténtico revulsivo estético extraordinariamente bien acogido por el público. En todos los casos, destaca la potencia del nivel descriptivo y se ha profundizado en el valor dialogante de los misterios, tanto en la introspección de los mismos como hacia el espectador.

No podríamos cerrar este capítulo sin mencionar aquellos otros proyectos que, en paralelo a los que hemos mencionado, han ido teniendo lugar en las cofradías «históricas» -entiéndase el relativismo de este término-. Así, en 1970, un jovencísimo Álvarez Duarte sorprende a los cofrades malagueños con el ampuloso misterio de la Sagrada Cena, conjunto escultórico que hoy ve revisados sus preceptos artísticos al ser repolicromado por completo por el mismo autor. Dubé de Luque, por su parte, recreó el misterio de la Exaltación (1980) tras el desafortunado incendio en San Juan, consiguiendo una simbiosis bastante efectiva con el portentoso crucificado de Buiza. En el seno de las mismas cofradías Fusionadas, Suso de Marcos creó una pareja de magníficos sayones para el Cristo de Azotes y Columna (1988), obra quizá incomprendida por la rotundidad de sus volúmenes y la expresividad casi castellana de sus gestos; tal es así que han sido finalmente sustituidos. Navarro Arteaga rehizo el misterio de la Pollinica (1990) sin deslavazar la configuración centrífuga de las imágenes que ya existía en el anterior grupo de Castillo Ariza, y aportando un evidente virtuosismo técnico.

En cuanto a los primeros años del siglo XXI, podríamos aventurar que la renovación es imparable. No sólo en el sentido más estricto, por el hecho de que los cambios se siguen produciendo, sino por la evidencia de que la pluralidad del lenguaje estético ha tomado verdadera carta de naturaleza. Desde las intervenciones de Juan Manuel García Palomo en el grupo del Prendimiento (2005-06), de un amanerado barroquismo, hasta el realismo en sus más altas cotas, cuasi cinematográficas, que encontramos en el fabuloso nuevo misterio de la Humildad, de Elías Rodríguez Picón (2012), auténtico hito en el procesionismo malagueño que sin duda podría erigirse en nuevo canon para futuras realizaciones de misterios. Israel Cornejo, por su parte, ha aunado las respectivas inspiraciones de las escuelas sevillana y granadina de imaginería para concebir el reciente grupo del Santo Traslado (2011). Contamos asimismo con el excepcional Simón de Cirene de la Archicofradía de Pasión, realizado por Darío Fernández Parra (2010), que se acopla con vigorosa seguridad al fortísimo empaque del nazareno tallado por Ortega Bru. En esta Semana Santa de 2013, por último, veremos en la calle el grupo escultórico de Azotes y Columna de Juan Vega Ortega: su interpretación del pasaje evangélico a modo de fotograma congelado incide sin duda en la revitalización de los recursos expresivos.

La pregunta queda en el aire: ¿Es clave en la Semana Santa de Málaga el procesionar de imágenes de Cristo en solitario? La Historia nos da la perspectiva suficiente para entender que no siempre esto fue así; el enriquecimiento paulatino, artística e iconográficamente, sólo puede entenderse como una valiosa aportación. Sin menoscabo de aquellas imágenes que, por su contundencia, seguirán mostrándonos, sin acompañamiento alguno, la mejor experiencia posible del Evangelio.