A los 17 años no comprendía porqué tenía que viajar todas las primaveras a esa ciudad de provincias llamada Málaga. Su padre era un apasionado de La Legión y cumplía escrupulosamente con la cita cada Jueves Santo. Él se enfadaba ante la situación de ver tronos e imágenes, que siempre le parecía la misma escultura bajo un techo en el caso de las vírgenes, en vez de estar en su Madrid con sus amigos disfrutando de las vacaciones. A regañadientes caminaba entre la multitud después de ver el paso de Mena por la Tribuna de los Pobres. Su padre siempre se hospedaba en el hotel de enfrente de la escalinata para no perder ni un detalle de la procesión. Caminaba Carretería arriba tras una copiosa cena. La madrugada estaba ya entrada. A lo lejos un cortejo con nazarenos imponentes verdes y morados dibujaba entre el humo de las velas imágenes de otros siglos. Se pararon a ver la procesión. Miraba despreocupado el móvil por si le había escrito algún amigo cuando una nazarena con hacheta se paró a su vera. Sus ojos se enfrentaron. Unos preciosos ojos color miel que le mantenían la mirada levantaron en su corazón una oleada de pasión. La nazarena siguió su camino volviéndose un par de veces a mirarlo y él se quedó pasmado en la acera.

Durante algo menos de un año por las noches le venían esos ojos a la mente y suspiraba. Llegando la primavera mostró un inusitado interés por viajar a Málaga que alegró a su padre. Se separó un momento de él en aquella noche de romero. Como un loco se paraba delante de los nazarenos para ver si reconocía los ojos que lo tenían obsesionado. La encontró. Vio los ojos más bonitos de su universo y se dispuso a hablar cuando un policía lo apartó pensando que estaba molestando. Intentó zafarse, pero fue peor. El cortejo echó a andar y la nazarena volvió a girarse torturándolo más si cabe. Los años pasaban y los ojos parecían jugar con él a un extraño juego de encuentros y desencuentros, de casualidades y destino. Nunca miraba al trono majestuoso ni a los bordados. Solo buscaba zapatos de mujer y ojos en el capirote. La vida se llevó a su padre y ese año no hubo Semana Santa. Llegó a pintar el iris, las pupilas tan cristalino que parecían reales. Llegó hasta a asustarse por si estaba perdiendo la cabeza. Tenía que volver a verlos como fuese. Por azares del destino, un joven malagueño se cruzó en su vida. Compañero de facultad, asistía atónito a los relatos que le contaba sobre aquellos ojos. Después de escuchar dio con una solución al entuerto. Le propuso que pasara unos días de Navidad con él en su casa de Málaga. Que el día 18 de diciembre pasaba una cosa y con suerte no habría ni túnicas ni antifaz que tapasen el rostro de aquellos ojos.

A primera hora estaba sentado en el interior de la Basílica escudriñando de arriba abajo a todo el que entraba. A lo lejos La Esperanza recibía las felicitaciones. Él ni se percató. Tantos años y ni siquiera la había mirado. Desconocía su rostro. Algunas chavalas que entraron le produjeron vuelcos en su corazón. Pero no era ella. Una gran multitud entró y se dispuso en una larga cola. Por un momento se vio atrapado y no podía avanzar. No quería montar ningún lío. Ya aprendió la lección. Así que se dejó llevar hasta que le tocó el turno. Se fijó en sus bordados. En la divinidad de sus manos. Iba subiendo la mirada hasta que aquellos ojos por los que ni comía se los encontró. Los tenía allí delante. Petrificado fue traído a la realidad cuando lo empujó una señora que se impacientaba. Se alejó en silencio sin dejar de mirarla. Comprendió en ese momento que todo era una llamada. Todo este tiempo lo estaban llamando con una simple mirada. Cada año baja con su familia y su hija recién nacida. Se viste con su túnica de verde terciopelo y camina. Sin girar la cabeza para mirar aquellos ojos. Es su penitencia. Es feliz. La Esperanza.